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Merodeando los bordes del abismo

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CLAUDIO FANTINI
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Los peruanos dejaron en las urnas un mensaje indescifrable. Como cuatro años atrás, el ballotage dividió el voto por mitades casi exactas. Pedro Pablo Kuczynski terminó venciendo a Keiko Fujimori por apenas 46 mil votos.

Y en esta oportunidad, el electorado volvió a dividirse en mitades iguales. Incluso más iguales aún.

Lo increíble es que, en la elección presidencial del 2016, el electorado se dividió entre la centroderecha liberal que representaba Kuczynski y la derecha dura que expresa la hija del autócrata que imperó en los años 90; mientras que ahora la mitad que votó contra Keiko no es centroderecha liberal, sino extrema izquierda.

El rasgo de esta elección es la desaparición del centro. Por primera vez en la historia, en la segunda vuelta no hubo un candidato moderado sino dos posiciones radicalizadas.

La única constante en relación a la elección presidencial anterior y a la del 2011, que convirtió en presidente a Ollanta Humala, es que en el ballotage estuvo Keiko Fujimori.

Eso permitiría decir que la constante electoral en esta década ha sido la división de los peruanos entre fujimoristas y anti-fujimoristas. Sin embargo, no es así. Lo prueba el hecho de que, en la primera vuelta, la líder de Fuerza Popular obtuvo apenas el 13 por ciento de los sufragios; cinco puntos menos que Pedro Castillo.

El ballotage no refleja el apoyo que realmente tiene cada candidato. La verdadera dimensión de ese apoyo se ve en la primera vuelta. En esa votación, el ciudadano elige, mientras que, en el ballotage, el ciudadano opta.

Cuando en la primera vuelta los resultados son tan exiguos como ocurrió en la votación de abril, a la segunda vuelta la gana quien logra ser considerado por la mayoría el mal menor. A la debilidad política de ganar como “opción menos mala” y no como mejor opción, se suma la debilidad parlamentaria de tener que gobernar con pocos escaños propios en el Congreso.

En 1992, para librarse de los obstáculos que le generaba tener minoría oficialista en el Congreso, Alberto Fujimori clausuró el Poder Legislativo. El fantasma del autogolpe rondará Perú porque quien finalmente ocupe la presidencia tendrá un apoyo parlamentario escaso y, tanto el izquierdismo ideologizado de Castillo como el derechismo duro de Fujimori, serán un obstáculo para el diálogo, la negociación y las concesiones que hacen falta para producir consensos.

El fantasma del golpe rondará también si los recuentos de votos confirman el triunfo de Pedro Castillo y, como presidente, decide la aplicación del programa de gobierno de izquierda radical que propuso Perú Libre, el partido que se proclama marxista-leninista y mariateguista, o sea seguidor del pensamiento expresado en los Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana por su autor, José Carlos Mariátegui, fundador del Partido Comunista del Perú e ideólogo de los procesos revolucionarios de carácter indigenista.

En ese caso, la clase alta peruana con apoyos de la clase media podrían intentar que las fuerzas de centro y centroderecha procuren que sus parlamentarios hagan lo que hicieron los legisladores y los jueces supremos en Honduras en el 2009: derrocaron a Manuel Zelaya cuando ese presidente intentó incorporar al país centroamericano en la órbita liderada por Hugo Chávez.

Si Castillo intentara alinearse con Caracas y La Habana, el Parlamento podría buscar que corra la misma suerte que los presidentes Humala, Kuczynski y Vizcarra: destituidos mediante “juicios de vacancia”. Y el Poder Ejecutivo podría reaccionar haciendo lo mismo que hizo Fujimori en 1992.

Castillo tendrá que dejar de lado el programa de su partido si opta por forjar consensos parlamentarios. En ese caso el sistema institucional peruano estaría a salvo. Las mismas acechanzas se producirían bajo un gobierno presidido por Keiko.

Todo está por verse. Lo único que está claro es que las urnas se convirtieron en un laberinto donde la democracia del Perú corre el riesgo de extraviarse.

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