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“Maradios” y el Olimpo de los argentinos

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CLAUDIO FANTINI
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La mitología griega se diferenciaba de la que tenían otras culturas de la antigüedad en muchas cosas. Pero una de sus particularidades no sólo la separa de los panteones politeístas contemporáneos, sino que también la acerca a ciertos olimpos seculares de este tiempo.

Lo normal en las mitologías existentes en la época de los reinos micénicos y también en los tiempos de la polis griega, es que los dioses representasen ideales de perfección para los pueblos que los adoraban. Los antiguos egipcios y también los escandinavos de la era vikinga, tenían dioses que reflejaban el absoluto de alguna virtud o de algún poder, porque los pueblos que los adoraban buscaban en ellos modelos de virtudes y de poderes inalcanzables para los humanos.

Los dioses de aquellas creencias marcaban horizontes inalcanzables para los mortales. En cambio, el Olimpo de los griegos estaba plagado de las virtudes pero también de los defectos, debilidades y vilezas que impregnan la condición humana.

Los griegos no buscaban en sus dioses modelos a seguir, sino el reflejo de ellos mismos, con sus grandezas y sus miserias. Por eso, entre otras cosas, la mitología griega es tan atractiva como literatura. En ella están los condimentos que convirtieron a muchas novelas en clásicos literarios. Y los clásicos son las obras protagonizadas por los rasgos oscuros de la condición humana. Igual que los hombres y mujeres, los dioses griegos tienen celos, envidia, odio, codicia y otros rasgos que motorizan las guerras y rencillas del Olimpo, aunque también están las virtudes que integran la naturaleza humana.

Pues bien, los argentinos no tienen un Olimpo nórdico ni egipcio. Sus dioses no representan modelos absolutos a seguir para crecer y ser mejores, sino espejos donde verse reflejados. Y Maradona ha sido el Zeus del Olimpo argentino, o sea el dios jefe que impera sobre los otros dioses, aunque también con rencillas y disputas como los demás.

Más que Zeus, “el 10” ha sido el Olimpo entero de la argentinidad, porque en él convivían virtudes y defectos. Como el resto de los mortales a los que les gusta el fútbol, los argentinos sentían devoción por sus gambetas, sus piques y su mágica puntería para los pases, los centros y los goles. Pero a diferencia del resto del mundo, los argentinos seguían de manera apasionada las derivas maradonianas.

Estaban siempre pendientes de sus extravíos y derrumbes. Atendían sus lucubraciones sobre política o sobre la vida de otras personas notables. Las guerras personales del genial goleador fueron ocupando un espacio cada vez mayor.

Nada puede opacar sus proezas en la cancha, pero la opacidad estuvo en las tribulaciones cotidianas que muchos argentinos consumieron con adicción.

Al fin de cuentas, del más prolífico e increíble autor de goles bellísimos y geniales, el gol más idolatradado por demasiados argentinos fue el que hizo con trampa. Quizá eso explique rasgos como el de la tan mentada “viveza criolla”, característica de un pueblo que tiene muchas y envidiables virtudes, pero también las opacidades que explican sus derivas y extravíos.

Lo seguro es que, por los siglos de los siglos, le seguirán rezando a la “Mano de Dios”. O mejor dicho, la mano de “Maradios”.

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