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El golpe de los militares birmanos

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CLAUDIO FANTINI
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Los golpes de Estado perpetrados por militares para imponer regímenes castrenses son un anacronismo que ha sido reemplazado por otras formas asonada golpista.

El último caso en Europa resultó un fracaso grotesco en 1981: el teniente coronel Tejero disparando su pistola en el hemiciclo de Las Cortes, para restaurar el franquismo. Aunque hubo un caso euro-asiático posterior: el levantamiento militar contra Reccep Erdogán en Turquía.

Los militares turcos habían cedido paso a la democracia desde hacía muchas décadas, pero reservándose el rol de guardianes de la Constitución y el legado secular de Kemal Atatürk, que perdieron al ser aplastada su rebelión del 2016, fracaso que le permitió a Erdogán acelerar proceso de “sultanización” que ya estaba construyendo.

En el 2009, los militares hondureños derribaron a un presidente Manuel Zelaya, pero el golpe había sido pergeñado por el líder del parlamento, Roberto Micheletti, quien quedó al frente de un régimen civil.

Algunos otros casos ocurridos en Africa son las excepciones que confirman la regla de que el golpismo militar es anacrónico. No obstante, los militares birmanos recurrieron a ese anacronismo para recuperar la totalidad del poder que empezaron a resignar hace una década, cuando comenzaron a compartirlo con gobiernos civiles.

El domingo derribaron el gobierno que lideraba, de hecho, Aung San Suu Kyi. Tanto la histórica dirigente que había luchado durante décadas contra la dictadura militar hasta lograr que empiece a ceder el poder, como el presidente Win Myint, todos los ministros y la plana mayor del hasta el domingo gobernante partido Liga Nacional por la Democracia (NDL) fueron detenidos por los efectivos militares.

¿La excusa para justificar el golpe? El supuesto “fraude” electoral que los militares y el partido militarista denunciaron, sin pruebas ni argumentos serios, para invalidar la abrumadora victoria del oficialismo en las parlamentarias del noviembre.

Myanmar, como rebautizaron los militares a la antigua Birmania, es un país del sudeste asiático cuya capital es Naipyidó, pero la ciudad más importante es Rangún. Los bamar son la etnia dominante, que practica el budismo, en un país con decenas de etnias entre las que se sobresalen los Lahu y los Shan, también budistas, además de los Karen, cristianos de la rama luterana del protestantismo, y los rohingyas, que son musulmanes y el Estado rechaza considerarlos birmanos.

Desde su prisión domiciliaria, Aung San Suu Kyi, inicialmente respetada por ser la hija del general Aung San, uno de los padres fundadores de la Birmania independizada en 1948 del Reino Unido, logró la celebridad que le permitió ganar un Premio Nobel y generar la presión internacional que terminó derribando la dictadura. Pero los militares nunca entregaron la totalidad del poder y desde los espacios que lograron retener condicionaron fuertemente al gobierno civil que Aung San Suu Kyi no pudo presidir formalmente porque la proscribieron como candidata, pero lideraba de facto.

Ese condicionamiento dejó las manos libres a los militares para perseguir y exterminar a los rohingyas, acusándolos de ser invasores bengalíes a pesar de llevar muchas generaciones en territorio birmano. También mantener bajo control represivo a la etnia Karen, que años atrás tenían una guerrilla cristiana llamada Ejército de Dios y liderada por dos niños de diez años: los gemelos Jonny y Luther Htoo.

Quizá, el golpe y el nuevo apresamiento de la líder democrática pruebe que no era ella la que ordenó la cruel persecución a los rohingyas, que en decenas de miles han sido confinados en una isla despoblada.

¿Por qué derrocaron un gobierno al que podían imponer tantos condicionamientos? Probablemente, porque el triunfo del NDL en las elecciones parlamentarias de noviembre fue demasiado abrumador, dejando a la vista que cada vez crece más la mayoría de birmanos que quiere terminar con el poder de los militares.

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