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El gatillo redentor

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Claudio fantini
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El suicidio tiene un efecto redentor cuando se trata de protagonistas de la historia. Incluso aquellos que quedaron manchados por corrupción o crímenes, parecen redimir su imagen al poner fin a sus propias vidas.

Ni bien el juez lo declaró culpable, el viejo comandante bosnio-croata se paró, gritó que era inocente y bebió el contenido de un frasquito que sacó del bolsillo, muriendo en el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia donde lo juzgaban por limpiezas étnicas en Mostar. El suicidio de Slobodán Praljak hizo dudar a los magistrados sobre el veredicto que acababan de pronunciar. Sucede que el ex jefe de las HVO, milicias croatas de Bosnia, se había entregado ni bien recibió la acusación y llevaba en prisión tantos años que el veredicto no cambiaba nada. Aún declarado culpable, le quedaba sólo un puñado de meses para recuperar la libertad. Ergo, no fue por pavor a la cárcel sino para defender su honor que se quitó la vida Praljak.

Por la misma razón se disparó en la sien Pierre Beregovoy. Forjado en las luchas sindicales y miembro fundador del Partido Socialista francés, el ex primer ministro de Mitterrand no soportó la deshonra de ser señalado con dedo acusador por el crédito que recibió para comprar una casa.

Era pequeña y austera, además de su primera casa propia, pero el escándalo lo hundió en la depresión por la que se internó en los bosques de Nevers y se pegó un tiro. Hasta los conservadores Balladur, Chirak y Giscard D’Estaing resaltaron la decencia del ex primer ministro.

También irradió sensación de dignidad el suicidio de Getulio Vargas, cuatro décadas antes de la muerte de Beregovoy. Alguien de su cercanía había asesinado al periodista que más cuestionaba al presidente brasileño y a su “Estado Novo”. Y quedar bajo sospecha, señalado por el dedo acusador de muchos, fue demasiado para él.

Hay más ejemplos de suicidios que redimen la imagen de un líder manchado. Pero no está del todo claro que sea el caso de Alán García. Más allá de la posible sobreactuación de los magistrados, visible en la controvertida orden de detención del ex presidente Kuzcynski, en noviembre del 2018 hubo un hecho revelador. El líder aprista entró a la embajada de Uruguay y, alegando persecución política, reclamó un salvoconducto para exiliarse en este país.

El presidente Vázquez se lo negó, igual que hicieron los gobiernos de Costa Rica y Colombia, a los que también habría sondeado con el mismo objetivo. Es posible pensar que, de haber podido exiliarse, Alán García estaría vivo, porque lo que parece demostrar aquel intento desesperado de abandonar Perú, es que lo atormentaba la posibilidad de ir a la cárcel.

Esto atenúa el efecto redentor sobre las faltas que tiene el suicidio de un líder, lo que no permite descartar que también haya sido por una cuestión de honor que gatilló sobre su sien.

Lo que está fuera de dudas, es que ha muerto un político de raza. El joven que apadrinó el mismísimo haya de La Toree, ideólogo y fundador del APRA.

Su primera presidencia asumió de manera radical los postulados de la izquierda de la década del 80, terminando en estropicio económico y social. Pero su segundo gobierno estuvo en las antípodas. En la gestión 2006/2011, Alán García profundizó con eficacia el modelo liberal iniciado por su antecesor, Alejandro Toledo, logrando un éxito económico notable.

Sin embargo, la exitosa presidencia que lo redimió del fracaso de su primer gobierno, fue también la que lo salpicó con el escándalo de los sobornos de Odebrecht y lo puso bajo la lupa judicial. La pregunta que quedó flotando es si podrá el suicidio redimirlo de la sombra que había oscurecido su imagen.

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