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El dilema de Alberto Fernández

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CLAUDIO FANTINI
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Para entender el dilema que Alberto Fernández intenta resolver zigzagueando entre un moderado pragmatismo y el populismo kirchnerista, es útil mirar casos en los que la jefatura de gobierno es ejercida por una persona en representación de otra, que es la verdadera dueña del poder.

En Myanmar, Hytin Kiaw ocupa la presidencia en nombre de Aung San Suu Kyi, que es la dueña de los votos que impusieron el actual gobierno. La diferencia con el caso argentino es que en la antigua Birmania no hay dilema por dos razones. Una, la totalidad de los votos son de la mujer que lideró la disidencia y logró poner fin a la Junta Militar. Dos, la situación está blanqueada porque desde la campaña electoral se dejó claro que ella gobernaría sin detentar la presidencia, porque una ley que hizo la dictadura a su medida le impide asumir ese cargo.

En Birmania gobierna Aung San Suu Kyi desde los ministerios que encabeza. No hay engaño. Hytin Kiaw nunca simuló estar por encima ni a la par de la líder del Frente Nacional por la Democracia. Y esa realidad no responde a una estrategia para ganar una elección, sino que le fue impuesta por una ley injusta y absurda.

La franqueza en este aspecto no disculpa de su giro autoritario a la hija de Aung San, el general que logró la independencia birmana, pero la convierte en ejemplo de una situación que normalmente se resuelve con simulaciones o provocan crisis de poder.

Fernández llegó a la presidencia por decisión de Cristina, pero a diferencia del aporte cero de Hytin Kiaw, él aportó a la victoria peronista por lo menos el 15% de los votos. Y sin ese aporte, ganar era imposible. De todos modos, Cristina es la socia mayoritaria y no parece dispuesta a asumirse como segunda en la estructura del poder. Eso explicaría el movimiento pendular del presidente entre el pragmatismo moderado y el kirchnerismo. Un zigzagueo incómodo para conformar a las distintas parcelas de la sociedad política que lo hizo presidente.

Donald Trump es un presidente muy controvertido, pero en medio de una difícil negociación por la deuda, necesitando el aval del Tesoro norteamericano para firmar acuerdos que parecen imposibles, no es el mejor momento para exteriorizar críticas al jefe de la Casa Blanca. Alberto Fernández lo sabe, por su larga experiencia como eficaz operador y hábil negociador. Pero se siente obligado a gesticular para la tribuna ideologizada de la parcialidad peronista.

Por la misma razón, tiene que decir que extraña a Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, pagando el precio de incomodar a varios gobiernos sudamericanos. Posiblemente los extrañe de verdad, pero el presidente sabe que éste no es el momento oportuno para manifestarlo, por lo tanto lo hace para agradar a una tribuna que le exige esos gestos y también para agradar a la jefa de ese sector.

Para equilibrar la balanza dice extrañar también a Ricardo Lagos y Michel Bachelet, ex presidentes socialdemócratas de Chile que nada tienen que ver con el chavismo.

Alberto tampoco ignora la falla en la identificación que hizo con el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Sabe que ese líder de izquierda hizo, en el inicio de la pandemia, exactamente lo contrario a lo que hizo él en Argentina. AMLO negó gravedad al coronavirus, se resistió a las cuarentenas y saboteó el distanciamiento social hasta que la realidad lo corrigió.

Sabe también que el presidente mexicano terminó “pagando” el muro de Trump, porque aplicó al pie de la letra la exigencia de militarizar las fronteras para impedir el paso de inmigrantes desde México a Estados Unidos.

Se ve que en la tribuna que aplaude esas sobreactuaciones no conocen el derrotero de López Obrador desde que llegó al poder. O que, más que los hechos, lo que importa son las poses.

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