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Desmentido por el virus

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CLAUDIO FANTINI
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El primer ministro británico había minimizado la gravedad de la pandemia y después la tomó muy en serio, adoptando de manera tardía las medidas sanitarias que debió haber adoptado desde el arribo del virus al Reino Unido.

Lo que hubo entre la actitud inicial y la posterior fue la enfermedad: Boris Johnson contrajo COVID-19 y estuvo internado en terapia intensiva con respirador.

Es difícil imaginar que Jair Bolsonaro cambie su actitud por el hecho de haberse infectado. A diferencia del líder tory, que inicialmente no tuvo conciencia de gravedad del flagelo pero tampoco había incurrido en negacionismo, el presidente de Brasil se dedicó sistemáticamente a negar el problema y a sabotear las cuarentenas, el distanciamiento social y otras medidas sanitarias como el uso de barbijo.

Bolsonaro no sólo desertó de la obligación de coordinar desde el gobierno central las acciones en todos los estados, sino que hizo del gobierno federal un obstáculo que complicó a los gobiernos estaduales.

Además, predicó con gestos y palabras contra el distanciamiento social. Atacó todos los cuidados sanitarios con euforia militante, negándose al uso de barbijo hasta que un juez lo obligó a usarlo.

Fueron precisamente sus actos y acciones dedicados a sabotear las medidas para reducir los contagios y las muertes que causa el coronavirus, la principal causa de su enfrentamiento con el Supremo Tribunal Federal (STF). Celso de Mello, uno de los miembros de la máxima instancia de la Justicia en Brasil, llegó a advertirle que no incurra en acciones “genocidas”.

Por eso muchos habrán recibido con satisfacción la noticia de que el jefe del Planalto se infectó con el virus cuyo poder de contagio él había minimizado. No obstante, su primera reacción fue mantenerse desafiante. Bolsonaro necesita atravesar la enfermedad de pie. Algo posible, pero no seguro. Con 65 años, existe el riesgo de que, como Boris Johnson (que tiene menos edad), deba pasar por una unidad de cuidados intensivos.

El presidente de Brasil necesita desesperadamente que el coronavirus no lo ponga en estado grave. Necesita que, al menos en su propio cuerpo, no sea más que una “gripesinha” como llamó a la enfermedad. Aunque, por cierto, atravesar este trance sin llegar a terapia intensiva, no le daría la razón. Sólo le haría menos humillante la derrota que le implicó el contagio, porque expone crudamente la consecuencia de su irresponsabilidad.

No hacía falta que contrajera COVID-19 para que esa irresponsabilidad sea visible. Ya la estaba exhibiendo la virtual anulación del Ministerio de Salud en plena pandemia. Saboteó y terminó echando al médico que lo encabezaba, Luiz Enrique Mandeta. Luego echó a su reemplazante, el oncólogo Nelson Teich, porque también defendía la cuarentena y el distanciamiento social. Y en momentos en que Brasil naufraga en cifras catastróficas de contagios y muertes, ese Ministerio clave en tiempos de pandemia, quedó en manos de un militar sin conocimientos en materia de salud pública.

No es la única área lanzada a la deriva. El Ministerio de Educación estuvo en manos de un colombiano extremista, Ricardo Vélez; al que reemplazó por un fundamentalista evangélico, Abraham Weintraub, quien debió renunciar por el video que lo mostró insultando a los jueces supremos. Mientras que su último elegido no pudo asumir porque se descubrió que había mentido títulos de posgrado supuestamente otorgados por la Universidad de Wuppertal, la Fundación Getulio Vargas y la Universidad de Rosario. Tanto la casa alemana de altos estudios como su par argentina y el instituto brasileño, desmintieron a Carlos Decotelli, el elegido de Bolsonaro.
Sumando crisis a las crisis, el coronavirus afectó su salud, poniéndolo en sintonía con la salud política de su gobierno y con la salud institucional del país.

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