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La deriva británica

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Las dos mujeres que gobernaron el Reino Unido tienen en común la filiación tory y haberse jugado el poder en el tablero de la integración europea.

Margaret Thatcher fue derribada por su propio partido debido a un impuesto injusto llamado “poll tax” y por resistir a pasar del Mercado Común Europeo a la unión política y monetaria. En 1990, cuando Gran Bretaña quedó aislada en su posición, los europeístas del Partido Conservador se deshicieron de ella aplicando el mismo método con el que se habían librado de Stanley Baldwin, Neville Chamberlain y Anthony Eden.
En cambio, los conservadores que quisieron deshacerse de Theresa May son los mismos que lograron que David Cameron refrendara la permanencia en la Unión Europea y que, al imponerse el Brexit, lo sacaron del gobierno: los euroescépticos.

En el partido tory, los vientos rotaron desde el europeísmo que arrasó a la “Dama de Hierro”, al anti-europeísmo que le costó el cargo a Cameron y que sacude a May. La integración europea sigue siendo el “ser o no ser” de los británicos. Los conservadores adversos a Bruselas han pasado de euroescépticos a eurofóbicos, mimetizándose con extremistas como Nigel Farage.

El plan de May es una salida ordenada, por lo tanto acordada con Bruselas. En cambio, los eurofóbicos quieren una salida equivalente a un rompimiento, sin propuestas para las contraindicaciones que esto supondría en cuestiones como la frontera entre los seis condados británicos del Ulster y la República de Irlanda.

Nadie tiene una brújula para hallar la salida. El partido que gobierna está dividido entre los que quieren saltar por la ventana y alejarse de Europa lo más rápido posible, y los que entienden que May acordó con Bruselas un mal menor. Pero lo que debiera crecer a esta altura de la deriva británica, es la posibilidad de un nuevo referéndum para resolver este callejón sin salida.

Cameron hizo el referéndum para derrotar a euroescépticos internos, como el trasgresor Boris Johnson, y externos, como el ultranacionalista Farage. Pero quién terminó derrotado en las urnas fue aquel primer ministro tory, que renunció al conocer el resultado. Pero a esta altura está claro que sus vencedores carecían de diagnóstico y de hoja de ruta.

Tras más de dos años deambulando erráticos, el proceso debiera desembocar en una nueva votación que ratifique la salida o revoque la decisión aprobada en el referéndum del año 2016. Y si el voto revirtiera el Brexit, propulsores de esta larga y costosa marcha hacia ninguna parte, como Farage, Johnson y David Davis, debieran retirarse de la política.
En 1969, De Gaulle dejó la presidencia y la política al perder un referéndum. Mitterrand sobrevivió por un puñado de votos al referéndum que aprobó el Tratado de Maastricht en 1992, mientras que Jacques Chirac permaneció en la presidencia tras el triunfo del “No” a la Constitución Europea en el referéndum del 2005, pero su liderazgo quedó herido de muerte y poco después fue desplazado por Sarkozy.

El “ser o no ser” de la Unión Europea en el que se debate Gran Bretaña, derriba o recorta el poder de los líderes conservadores. La pregunta es si el Brexit debe ser una condena inexorable, o lo más aconsejable a esta altura del extravío, es consultar de nuevo a los británicos, esta vez preguntándoles si están seguros de lo que decidieron hace casi tres años.

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