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Delirios y tinieblas

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CLAUDIO FANTINI
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La escena era delirante. Hombres de blanco abrían el féretro exhibiendo un cuerpo muerto en 1830. Una voz relataba lo que los venezolanos, estupefactos, estaban viendo en sus televisores. 

El esqueleto sobre el que actuaban los bisturíes era nada menos que el de José Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios. 

Quien describía la escena era Hugo Chávez y los que hurgaban los restos del prócer eran científicos convocados para que probaran que a la muerte no la produjo la tuberculosis, sino un crimen por envenenamiento.

“A Bolívar lo asesinaron, lo querían muerto”, decía el relator que, emocionado, hablaba del “esqueleto glorioso” y afirmaba “sentir su llamarada”.

La tesis de Chávez es que Francisco de Paula Santander y la “oligarquía bogotana” habían envenenado con arsénico al creador de la “Gran Colombia”.

Por cierto, como en la mayoría de los cadáveres de la época, en los restos del prócer había arsénico acumulado. Pero, igual que en los casos de Napoleón y de Jorge III de Inglaterra, entre otros, eso no implicaba necesariamente asesinato, sino una larga acumulación producida por el agua y por medicamentos de aquel tiempo.

Si Chávez enfrentó la historia oficial y otras, como la que asume Gabriel García Márquez en El general en su laberinto, es porque proyectaba sobre sus archienemigos, el presidente colombiano Alvaro Uribe y su ministro de Defensa Juan Manuel Santos, el alma “intrigante y asesina” de Santander y de la “oligarquía bogotana”, mientras proyectaba sobre sí mismo el espíritu de Bolívar.

Cuando el exuberante líder caribeño mostró los restos del prócer, Venezuela aún era una democracia. Pero producir una escena tan desopilante y oscura era algo, en si mismo, reñido con la racionalidad que presupone la democracia y su lógica institucional.

Aquel acto demencial anunciaba el autoritarismo que creció como una sombra hasta imponer la oscuridad total.

En el 2002, cuando Chávez fue apresado en Fuerte Tiuna y la cúpula del Ejército dijo que había renunciado, se trató sin duda de un golpe de Estado. Su liderazgo apuntaba hacia el “mayoritarismo”, el gobierno apoyado por las mayorías que no incluye ni respeta a las minorías, pero había promulgado una constitución que mantenía la división de poderes y demás rasgos esenciales del Estado de Derecho.

Pero la muerte del líder que desenterró a Bolívar para proclamarse su sucesor histórico, inició el paso del “mayoritarismo” a la dictadura lisa y llana.

El hombre al que Chávez coronó como su heredero político, se mostró desde un primer momento como un personaje grotesco que protagonizó escenas casi tan delirantes como la de la exhumación del prócer. Por ineptitud, perdió el apoyo de las mayorías, por lo que viró hacia el autoritarismo anulando institucionalmente al congreso y reemplazándolo por una Asamblea Constituyente elegida con tanta proscripción y fraude como tuvo la elección que le dio su segundo mandato.

Pero en el primer tramo de su esperpéntico gobierno, los estrategas del G-2, aparato de inteligencia de Cuba, ya habían completado el diseño del SEBIN, convirtiéndolo en una red de espionaje capaz de infiltrar todas las capas de las estructuras militares, para detectar y sofocar conspiraciones desde sus etapas embrionarias.

Chávez ya había dado a los militares el mismo rol que tienen en Egipto desde Anuar el-Sadat y Hosni Mubarak. Con el chavismo, el ejército venezolano llegó a tener más generales que la OTAN. Ese extenso generalato, junto con las demás capas altas de la oficialidad, se convirtió en una casta que controla la economía y se enriquece obscenamente.

Esa casta es el núcleo y la esencia del régimen. El diseño cubano del aparato de inteligencia y la absurda cantidad de generales y coroneles poderosos y enriquecidos lo blinda de rebeliones populares y de conspiraciones internas. También lo protegen sus oscuras relaciones con Turquía y con Irán, las mafias y milicias que explotan las riquezas del arco minero de la Cuenca del Orinoco, así como el posicionamiento económico y geoestratégico que lograron Rusia y China.

Procurar que esa casta militar se fracture, provocando la caída de Maduro y un gobierno de transición hacia elecciones libres y creíbles, no es equivalente al fallido golpe contra Chávez.

Luchar contra dictaduras no es golpismo. Y en el caso venezolano, por el blindaje existente, es la única posibilidad de devolverle a las mayorías populares el poder de decisión que perdieron en los últimos años, pero había empezado a debilitarse por los delirios cesaristas del presidente que abrió el féretro de Bolívar.

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