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Daniel Ortega, un dictador a cara descubierta

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CLAUDIO FANTINI
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Los regímenes de Nicaragua y Venezuela hacen de facto lo que la República Islámica de Irán hace con leyes y con instituciones. En la teocracia persa, el sistema electoral cuenta con un filtro de candidaturas. 

El ciudadano iraní no puede elegir, sino optar entre los candidatos que le ofrece el régimen. El órgano que filtra las candidaturas es el Consejo de Guardianes. De sus doce miembros, a seis los designa el máximo líder religioso y tienen el rango de faqhí, que son juristas religiosos, o sea expertos en sharía, que es la ley coránica, mientras que a los otros seis los designa el Poder Judicial.

Nadie puede ser candidato a un escaño en el Majlís (parlamento) ni a alcaldías ni a la presidencia, sin la aprobación del Consejo de Guardianes, la instancia que depura las listas sacando a reformistas radicales, izquierdistas, liberal-demócratas y seculares.

Así funciona la proscripción institucionalizada. El gobierno que encabezó el reformista moderado Mohamed Jatami intentó atenuar el poder de veto del Consejo de Guardianes para que la libertad de opción de los iraníes se parezca un poco más a la libertad de elección, pero no pudo.

Ese sistema le abrió la parta a la presidencia a fanáticos como Mahmud Ahmadinejad en el 2005 y, ahora, a Ebrahim Raisí, jurisconsulto ultra-islamista que supervisó la ejecución con juicios sumarísimos de miles de manifestantes izquierdistas, insurgentes y dirigentes del Tudeh (el partido de los marxistas) en la represión de 1988.

En los comicios ganados por Nicolás Maduro, el sistema institucional y legal tenía el aspecto de la institucionalidad liberal-demócrata, pero, en los hechos, un gobierno autoritario a través de un Poder Judicial controlado por el Poder Ejecutivo generaba acusaciones para justificar la proscripción de los candidatos que representasen alguna amenaza para la continuidad del régimen.

En Nicaragua, Daniel Ortega está haciendo lo mismo, pero de un modo aún más descarado y brutal. Para regresar al poder, que había perdido en la elección de 1990 frente a Violeta Chamorro y que no pudo recuperar en las elecciones ganadas por Arnoldo Alemán primero y por Enrique Bolaños después, hizo un pacto de impunidad.

Alemán tenía causas de corrupción que Ortega prometió enterrar si el ex presidente dividía a su partido para que pueda ganar el FSLN. Con similares estratagemas obtuvo la reelección pero, ante una derrota que parece inexorable después de la represión criminal que aplastó las protestas del 2018 contra su gobierno, el dictador nicaragüense decidió actuar a cara descubierta, lanzando una razia contra los candidatos y precandidatos presidenciales de la oposición, además de dirigentes de la disidencia organizada.

La policía entró en sus domicilios pateando puertas y los llevó por la fuerza sin órdenes de detención. Mientras, los grupos parapoliciales que en el 2018 disparaban a mansalva contra los manifestantes, ahora lanzaban amenazas de todo tipo a familiares y colaboradores de los dirigentes y candidatos apresados.

No hay forma de defender semejante embestida contra derechos y libertades imprescindibles. Sin embargo, un puñado de países votó en contra de la resolución condenatoria de la OEA, mientras Argentina y México se abstenían, que era la otra forma de encubrir la razia política de Ortega.

La justificación de los gobiernos de Alberto Fernández y de López Obrador estuvo en repetidas actitudes poco diplomáticos del secretario general de la OEA. Pero a renglón seguido llegaron nuevas detenciones arbitrarias de opositores, que los obligó a llamar a consultas a sus respectivos embajadores en Managua. Y casi simultáneamente, una condena a las embestidas del régimen de Ortega por parte de la ONU.

Los gobiernos argentino y mexicano volvieron a abstenerse, esta vez negándose a suscribir el documento crítico del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. Y en este caso no tuvieron como excusa a Luis Almagro, porque la responsable de la condena de la ONU es Michelle Bachelet.

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