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La crueldad de la alegría

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CLAUDIO FANTINI
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El país de las sombras largas” es la novela en la que Hans Ruesch describió rasgos de los inuit, a quienes los hombres blancos que depredaban el Ártico llamaban despectivamente esquimales.

El escritor suizo, un defensor de la naturaleza y de las faunas atacadas, reveló a muchos de sus lectores en el mundo que, al acercarse a los 45 años, los inuit se despedían de sus familiares y salían del iglú calzando sus botas de foca, para ir en busca de un lugar solitario donde esperar la muerte.

Los familiares dejaban irse a morir en soledad a sus mayores cuando ya no podían cazar ni pescar ni defenderse por sí mismos. La vida en los hielos es demasiado dura para hacerse cargo de los vulnerables.

Esa antigua costumbre ha quedado atrás en el Ártico, pero de algún modo se está viendo en el escenario de la pandemia. En todos los rincones del planeta, en las personas menores de 40 años se da el mayor porcentaje de los que no respetan el distanciamiento social y no usan barbijo, además de aglomerarse en espacios cerrados. Ese porcentaje crece de manera inversamente proporcional a la edad.

En todo el mundo se están reportando casos de multitudinarias fiestas juveniles en la clandestinidad y se verifica que entre la adolescencia y los 30 años se da el mayor número de violaciones al distanciamiento social.

Ya no se trata de casos aislados que podían atribuirse a lo que los antiguos griegos llamaban idiotez: vivir a espaldas de los problemas y las necesidades de la polis, preocupándose sólo de uno mismo. Hoy, ya no se trata de multitudes de idiotas que, por ignorar la gravedad del trance por el que atraviesa el mundo, tienen comportamientos que generan brotes de contagios.

A esta altura de la pandemia todos saben que contagiarse es contagiar. También saben que casi la totalidad de los jóvenes atraviesan la enfermedad sin enterarse que la tienen. A ellos no va a pasarles nada, pero van a contagiar. Las aglomeraciones en fiestas y reuniones de decenas de amigos en espacios cerrados, inician brotes de contagios que provocaran, inexorablemente, perturbaciones económicas, angustia social y muertes.

A esta altura de las trágicas estadísticas nadie ignora que cada fiesta y aglomeración juvenil, o cada contagio contraído y replicado por no usar barbijo ni respetar el distanciamiento social, es un Big Bang de COVID-19 que implicará debilidad económica, convalecencias graves y muertes. Entonces ¿por qué sigue siendo tan alto el porcentaje de jóvenes en el mundo que actúa desentendiéndose de la suerte de los mayores y demás vulnerables?

¿Por qué Brasil está mostrando la trágica postal de los hospitales colmados de infectados y las playas colmadas de jóvenes? ¿Por qué en el mundo entero están llamando a los jóvenes a asumir la responsabilidad de cuidar las vidas en riesgo?

El presidente peruano Martín Vizcarra emitió un comunicado que trasunta indignación pidiendo “no ser cómplices del coronavirus”, tener “conciencia”, dejar de ser “irresponsables”. El mensaje apunta a “los que van a discotecas, hacen pichinguitas (partidos) de fútbol y no respetan el distanciamiento ni usan mascarillas”. O sea, a los jóvenes.

Los antiguos “esquimales” dejaban a sus mayores abandonar el iglú para alejarse a morir de hipotermia en soledad. La dura naturaleza polar les imponía ese abandono que todos, al merodear los 45 años y perder fuerzas para valerse y sobrevivir por sí mismos, aceptaban con resignada naturalidad. Pero los que hoy abandonan a los mayores, no lo hacen para sobrevivir en una geografía impiadosa, sino para divertirse.

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