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Bush padre y el G20

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claudio fantini
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A George Herbert Walker Bush se lo recordará por su proeza en la Segunda Guerra Mundial, cuando con su avión convertido en una antorcha voló hasta el blanco que debía atacar y recién después se eyectó.

También se lo recordará por haber sido el vicepresidente de Ronald Reagan y, más aún, por haber sido el presidente que clausuró la Guerra Fría y afrontó la disolución de la Unión Soviética.

No será menor en su historia, el capítulo de la “Tormenta del Desierto” con la que barrió de Kuwait al ejército iraquí. Y habrá un recuadro bélico más controvertido: la invasión de Panamá para capturar al general Noriega.
Todo eso eclipsará otro capítulo crucial de la historia de “Bush padre”, que suele pasar desapercibida: su paso por la embajada norteamericana en Pekín.

Duró poco más de un año al frente de esa legación diplomática. Gerald Ford lo hizo regresar a Estados Unidos para ponerlo al frente de la CIA. Pero comandando ese aparato de inteligencia exterior, Bush pudo profundizar una acción iniciada como embajador en China: ayudar a que dirigentes reformistas castigados y relegados por la Revolución Cultural, salieran del ostracismo y se abrieran paso hacia el liderazgo del Partido Comunista.

Bush padre colaboró con el asenso de Deng Xiaoping y Zhao Ziyang a la cumbre del liderazgo, desde donde impulsaron la apertura de China al mundo y al capital privado que puso fin al colectivismo de planificación centralizada que había construido Mao Tse-tung.

Ese fue el punto de partida en la carrera vertiginosa de China hacia las cumbres de la economía mundial. Y justo cuando aquel embajador moría en Houston, otro presidente norteamericano lidiaba en Buenos Aires con el resultado del trayecto iniciado con la reforma y la apertura. Ese resultado es una China convertida en superpotencia, que parece próxima a desplazar del liderazgo económico mundial a los Estados Unidos.

Bush ya agonizaba cuando Donald Trump, en plena cumbre del G20, parecía dudar entre detener la escalada en la guerra comercial, como reclamaban casi todas las delegaciones y ya había aceptado Xi Jinping, o profundizar el conflicto para alcanzar el objetivo de su administración en este tema: frenar el avance chino.

Más allá de las prácticas de competencia desleal que siempre, y con razón, se le adjudican a China, la cuestión es una puja por el liderazgo económico que Washington no quiere perder.

En los últimos cinco años, el salto que dio en la robotización de la producción y en la digitalización de la economía le ha dado al avance chino hacia el liderazgo mundial una velocidad vertiginosa.

Xi Jinping entendió que es preferible hacer concesiones que demoren ese avance, que profundizar una guerra comercial que podría detenerlo. Por eso concedió equilibrar la balanza comercial incrementando las importaciones de productos norteamericanos, a cambio de que Trump congele por tres meses su decisión de aumentar los aranceles al ingreso de productos chinos.

Lo que se perfilaba como una cumbre de grandes choques y confrontaciones, terminó siendo la cumbre de las treguas. Hubo tregua en la pulseada entre unilateralismo y bilateralismo, entre partidarios y enemigos del proteccionismo, y también en la confrontación comercial entre Estados Unidos y China.

En el centro del escenario del G20 estaba un gigante asiático que ya no tiene los pies de barro.

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