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El banquillo de los acusados en Cuba

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CLAUDIO FANTINI
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El juicio que podría haber pasado a la historia como primera muestra de una voluntad de justicia transparente y ecuánime de la revolución triunfante, se convirtió en el primer capítulo de un poder arbitrario en el que las filias y fobias de un hombre se situaron por encima de las leyes.

Un tribunal revolucionario juzgó en 1959 a decenas de pilotos acusados de realizar exterminadores bombardeos aéreos. Aunque los jueces sabían que el comandante máximo esperaba que los pilotos sean declarados culpables y condenados a la pena de muerte, el fallo que emitieron fue absolutorio porque no encontraron pruebas de que hubieran cometido el crimen del que se los acusaba. Testimonios de campesinos coincidieron con lo alegado por la defensa: incumpliendo órdenes recibidas y por las cuales debían regresar a sus bases sin la carga de bombas que portaban, los pilotos pasaban sobre los puntos que debían bombardear, pero seguían vuelo para lanzar sus proyectiles al mar.

La declaración de inocencia provocó la ira de Fidel Castro, quien repudió el fallo con un artículo publicado en el periódico Revolución, presionando para que el juicio se realizara nuevamente. Lo consiguió, logrando también que los pilotos inocentes fuesen declarados culpables y condenados a pasar largas décadas en prisión.

Aquel primer capítulo oscuro del proceso revolucionario mostró la arbitrariedad de un sistema judicial abocado exclusivamente a imponer la voluntad del líder absoluto. Por eso otros fallos sobre eventos de crucial importancia política quedaron bajo sospecha de imparcialidad. Como el que condenó a morir fusilado en 1989 al general Arnaldo Ochoa.

Era considerado un héroe por sus proezas como combatiente en la Columna 2 que comandaba Camilo Cienfuegos, pero su aporte a la lucha contra el régimen de Fulgencio Batista no sirvió cuando quedó a la vista del mundo un turbio vínculo con el cártel de Medellín.

El caso no mostraba otra alternativa: o los asociados con Pablo Escobar eran Ochoa y otros tres oficiales del Ministerio del Interior, o el socio de la más poderosa mafia narcotraficante de aquel momento era el mismísimo régimen que encabezaba Fidel Castro.

“Creo que traicioné a la patria… y la traición se paga con la vida”, dijo Arnaldo Ochoa antes de ser acribillado en el paredón de fusilamiento, pero no disipó las dudas de que el castrismo le hiciera cargar a él y los otros oficiales la totalidad de una acción que pudo haber sido decidida en la cúpula máxima del poder. Al fin de cuentas, Stalin hacía que las víctimas de sus criminales purgas se auto-inculparan públicamente de crímenes que no habían cometido. Se acusaban a sí mismos porque el dictador amenazaba con apresar, torturar y matar a sus hijos, nietos, esposas o padres.

Fidel era el Luis XIV que encarnaba el Estado. Su muerte no implicó el nacimiento de un Estado de Derecho. El heredero de su poder absoluto fue una nomenclatura aferrada a dogmas totalitarios. A su sombra están los jueces que empezaron a juzgar a más de medio centenar de manifestantes que fueron detenidos durante las protestas. Se los acusa de haber realizado actos violentos. Pero entre los acusados no hay ninguno de los matones que agredieron con palos, patadas y trompadas a manifestantes.

Filmaciones realizadas con teléfonos celulares muestran esos ataques en modo piraña, en los que integrantes de fuerzas de choque rodean y golpean brutalmente a manifestantes, pero en el banquillo de los acusados no está sentado ni uno de ellos.

Como el régimen necesita disipar sospechas sobre la imparcialidad de sus jueces, es probable que algunos de los apresados por protestar resulten absueltos. Pero también es probable que otros deban pagar el atrevimiento de ganarle la calle al régimen y gritarle “patria y vida”.

Seguramente cuando se lean los fallos y las sentencias, quedarán dudas parecidas a las que dejó el juicio sobre cosa juzgada con que Fidel Castro hizo condenar a decenas de pilotos en 1959, dejando en claro que lo iniciado tras la caída del dictador Fulgencio Batista no sería un Estado de Derecho.

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