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La bala de plata de Hamás

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CLAUDIO FANTINI
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En los orígenes de Hamás hay una organización de socorros mutuos. 

El Estado israelí canalizó ayuda social a los gazatíes a través de esa entidad que el jeque ciego, Hamed Yassín, había creado inspirándose en la Hermandad Musulmana, la organización fundamentalista egipcia con eficaz estructura asistencialista.

Tras la primera Intifada, en la segunda mitad de los años ’80, viró hacia una organización política que pronto tendría entre sus objetivos destruir los acuerdos logrados en las negociaciones secretas de Oslo por el gobierno de Yitzhak Rabin y la cúpula de la OLP, liderada por Yasser Arafat.

Hamas se propuso desde un principio la creación de un estado religioso islamista que abarcara la totalidad de Palestina. Por lo tanto, desde el primer momento saboteó cualquier tipo de entendimiento con Israel y enfrentó a Fatah, el movimiento político secular que lideraba la OLP y había renunciado a la destrucción del Estado judío, aceptando la resolución de Naciones Unidas que, en 1947, establecía la partición de Palestina para que allí existan dos estados: uno árabe y otro judío.

Pronto surgió el Ezedim al Qassem, brazo armado de Hamas al que luego se le sumó Yihad Islámica como aliado y complemento militar. Al comenzar el siglo 21, Hamas atenuó su componente ultra-religioso para levantar una bandera nacionalista. Pero siguió enfrentando a Fatah y al liderazgo de la ANP por obstruir la destrucción del Estado judío que proponía. De hecho, el movimiento de Arafat creó la milicia Tanzim. Entre la década del 90 y la primera del siglo 21, se combatieron mutuamente con cientos de asesinatos y atentados. Fue entonces cuando Amnistía Internacional, Human Right Watch y otros organismos de Derechos Humanos comenzaron a denunciar a Hamas. Después de una elección en la que venció a Fatah, llegó el rompimiento y la toma del poder en Gaza, expulsando y asesinando a funcionarios y dirigentes de la ANP. A muchos los arrojaron desde edificios a la vista de la gente.

El régimen que impera en Gaza liderado por Islamil Haniye, lleva décadas lanzando cohetes sobre Israel. Primero fueron Katiushas como los que Hizbolá lanzaba desde el sur del Líbano a la Alta Galilea. Después fueron misiles Grad, también de fabricación soviética.

Pronto empezaron a fabricar los cohetes Qassem. Pero ninguno podía llegar más allá de los kibutz y aldeas aledañas a la Franja de Gaza, o ciudades cercanas como Sderot, Bershevá y Askalón.

Pero en esta oportunidad, Hamás expuso un poder de fuego notablemente acrecentado. Ahora puede disparar grandes cantidades de manera casi simultánea, alcanzando ciudades de la franja central, como Lod, Tel Aviv y Jerusalén. Algunos llegaron hasta localidades como Sharon, en la Baja Galilea.

También cayeron proyectiles en Dimona, que está en el sur pero en el extremo opuesto a la costa sobre el Mediterráneo. Lo más preocupante en el caso de esa ciudad creada en el Neguev por el gobierno de David Ben Gurión en la década del cincuenta, es que allí está la central nuclear israelí.

Hubo otra novedad respecto a las escaladas anteriores. Hamás se concentró en el manejo de las redes y de ciertas plataformas para reforzar la acción de activistas que reclutó dentro de Israel. El objetivo es destruir la convivencia pacífica que desde hace décadas tienen los árabes israelíes con los judíos israelíes.

Ese es el blanco principal al que apuntan sus proyectiles. La más grave de las destrucciones que se ha propuesto causar. Si logra provocar un enfrentamiento generalizado entre vecinos árabes y judíos, como los que empezaron a producirse en la ciudad de Lod, estará causando el mayor daño.

La guerra civil entre ciudadanos árabes y ciudadanos judíos de Israel es el máximo objetivo que se propuso. La bala de plata de Hamás.

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