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El arhienemigo de Vladimir Putin

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CLAUDIO FANTINI
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A esta altura de la lista de muertos y exiliados por desafiar a Vladimir Putin, el regreso a Rusia de Alexéi Navalni es una prueba de coraje.

Nadie sabe a ciencia cierta qué suerte le depara la prisión donde lo recluyeron. Nada garantiza que los derechos y garantías establecidos en las leyes rusas se apliquen a un líder disidente en un país sin poderes independientes.

Navalny muestra valentía desde hace una década, cuando como abogado experto en corrupción empezó a investigar al poder y a ventilar los negociados que descubría en la cúpula del Kremlin. A renglón seguido creó la Fundación de Lucha contra la Corrupción y puso su lupa en las acciones más oscuras y truculentas de la elite gubernamental.

Desde entonces el poder omnipresente de Putin se dedicó a perseguirlo, censurarlo y quitarle derechos políticos. En ese marco, una condena por “fraude fiscal” le impide ser candidato. No obstante, Alexei Navalny logró que postulantes que adhieren a su liderazgo ganaran escaños en todos los rincones de Rusia. Sin poder postularse ni aparecer en radio y televisión, el joven abogado anticorrupción logró erigirse en el principal desafiante del jefe del Kremlin. Esa posición se visibilizó ante el mundo con el envenenamiento que sufrió en Siberia, donde había viajado a presidir actos políticos. Y ahora se refuerza con su apresamiento en el aeropuerto moscovita donde aterrizó en su regreso desde Alemania.

Precisamente para eso volvió a Rusia a pesar de los peligros que corre. Sabía que lo apresarían y no puede confiar en que al cumplirse los treinta días de detención preventiva que le corresponden por la falta que le endilgan, recuperará la libertad.

Que su estadía en prisión se prolongue indefinidamente es uno de los riesgos. El otro riesgo es que lo maten, como ocurrió con tantos disidentes que se atrevieron a denunciar a Putin o a desafiar su poder.

Entre las últimas muertes que generaron sospechas apuntadas hacia el Kremlin, está la de Boris Nemtsov. El ex vice-primer ministro del gobierno que presidió Boris Yeltsin, murió cerca de la Plaza Roja con cuatro balazos en la espalda en el 2015.

Después vino el envenenamiento de Navalny con Novichok, agente nervioso de altísima letalidad que producían los laboratorios del KGB en la era soviética.

Probablemente no habría sobrevivido si Angela Merkel no hubiese intercedido para sacarlo de Rusia. Lo salvaron en Alemania, donde expertos de tres instituciones diferentes coincidieron en afirmar que había sido un intento de asesinato por envenenamiento.

Regresando a Rusia, Navalny afronta inmensos peligros. Pero visibiliza aún más al mundo su lucha contra Putin. La mirada internacional es su único resguardo. El presidente ruso sabe que, si muere en prisión de la manera que sea, o si es liberado y muere baleado o arrollado por un auto o como sea, habrá un coro de potencias acusándolo y condenándolo por el crimen. Y si decide encarcelarlo por tiempo indefinido, creará una suerte de versión rusa de Mandela.

Vivo, muerto o encarcelado, Navalny es un problema para el amo de todas las Rusias.

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