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AMIA y Hezbolá

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CLAUDIO FANTINI
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Enraizada en el racionalismo inglés, la novela detectivesca que tuvo exponentes como Chesterton, Conan Doyle y Agatha Christie se caracterizaba por desenlaces en los que la luz de la razón disipaba la oscuridad de trama, dilucidando el crimen.

Por el contrario, al subgénero que creó Dashiell Hammett lo llamaron “novela negra” porque no siempre la razón vence a las tinieblas. En el universo que bucea el autor norteamericano, la corrupción oscurece el accionar policial y judicial. Detrás de los crímenes siempre hay “Dinero sangriento”.

Argentina orbita en la galaxia Hammett, por eso los grandes crímenes nunca se dilucidan. La corrupción que carcome sus instituciones, sumada a la ineptitud de la policía y los aparatos de inteligencia, impide esclarecer los casos que rozan el poder.

La masacre en la AMIA es un ejemplo. A 25 años del devastador atentado, la trama de complicidades que tejió la corrupción mantiene en la oscuridad a los autores y a sus cómplices locales. Por eso la responsabilidad de Irán y de Hezbolá permanecen en el terreno de la sospecha, sin llegar al rango de certeza. No obstante, Mauricio Macri acaba de declarar terrorista a Hezbolá. ¿Es razonable tan categórico pronunciamiento, sin que un juicio haya determinado claramente las responsabilidades?

Por cierto, Argentina se debe ese juicio. Aún así, es posible considerar terrorista a Hezbolá porque son muchos los países que lo hacen, debido a la gran cantidad de atentados terroristas que se le atribuyen.

Hezbolá surgió en el Líbano, apadrinado por la Guardia Revolucionaria iraní, de cuya bandera tomó el fusil Kalashnikov que luce en la suya. Nació en 1982 abrazada al fundamentalismo, como lo indica su nombre, Partido de Dios, durante la guerra civil que desangró al país hasta 1990.

Los drusos tenían la milicia del Partido Socialista Progresista, los maronitas tenían el Ejército del Sur del Líbano y otras milicias que respondían a la Falange cristiana, mientras que los chiitas tenían dos fuerzas: Amal y Hezbolá.

El mundo jamás acusó de terrorismo a la milicia Amal, que comandaba Nabih Berri. Tampoco al brazo armado de los drusos que lideraba Walit Jumblatt.

En cambio, sobre Hezbolá llovieron acusaciones de terrorismo por sangrientos atentados cometidos en Kuwait, en Francia y en otros países. Masacró norteamericanos y franceses en Beirut, además de arrebatar a las fuerzas cristianas el control de la parte meridional del país. Pero al rótulo de terrorista lo obtuvo por secuestrar aviones de pasajeros y colocar bombas en decenas de blancos civiles.

Los pasdarán (guardianes de la revolución) iraníes siempre estuvieron sospechados de utilizar células de Hezbolá para perpetrar masacres en diversas partes del mundo.

Latinoamérica sería uno de esos escenarios y Buenos Aires habría sido el blanco del peor de sus ataques en este continente.

No parece descabellado que Macri declarara terrorista a Hezbolá. Lo descabellado es que existiendo semejante sospecha, en Argentina sea legal, por ejemplo, hacer donaciones a esa organización.

Lo lamentable, en todo caso, es que no lo haya hecho porque la sociedad atacada se lo demande o porque él propio presidente lo haya considerado razonable, sino por la presión de Trump y Netanyahu.

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