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Agentes del odio

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CLAUDIO FANTINI
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En las barricadas ardientes se mezclan varios combustibles. La desigualdad que creció en las últimas décadas, el hacinamiento que allanó el paso del virus hacia las minorías étnicas que habitan zonas marginales y que también padecen el desempleo por la crisis que causa la pandemia.

Por cierto, en las protestas se infiltraron violentos sueltos y violentos organizados. Pero los saqueos y los destrozos no ocultan la causa del desastre: el racismo que bulle como un magma bajo la superficie de la sociedad. Una persistente patología cuyas capas sedimentarias muestran mutaciones pero siguen acumulándose.

Primero, el racismo fue esclavista. Tras la Guerra de Secesión se canalizó a través de leyes que segregaban y humillaban a los libertos y a los descendientes de esclavos.

Las llamaban “Leyes Jim Crow”, por un personaje de vodevil que representaba un negro con defectos físicos y aplaudía el público blanco en los teatros del siglo XIX.

Esa jurisprudencia segregacionista imperó hasta la segunda mitad del siglo XX. La primera gran rebelión en su contra fue la de Rosa Parks, la mujer negra que en 1955 se negó a ceder el asiento que le exigía un hombre blanco en un colectivo de Montgomery. Pero el apartheid persistió. En los años sesenta lo defendieron los gobernadores de Misisipi y Alabama, Ross Barnet y George Wallace, intentando impedir el ingreso de estudiantes negros a las universidades de esos estados.

La lucha de Luther King y el reformismo de Kennedy enterraron las leyes segregacionistas. Pero el racismo quedó agazapado en los estamentos policial y judicial.

Puede no ser mayoritario entre policías y jueces, pero tiene una presencia notable. Si un policía negro comete excesos contra blancos, lo imputan de inmediato. Pero cuando al exceso lo cometen policías blancos contra negros, las imputaciones recién llegan cuando comienzan a arder las barricadas.

Así ocurrió en 1991 con los agentes que lincharon al taxista negro Rodney King, en Los Angeles. Los disturbios estallaron cuando quedó claro que los autores de la brutal golpiza no habían sido imputados.

Con más prejuicios raciales que pruebas, en 1989 magistrados neoyorkinos encarcelaron a cinco adolescentes de Harlem, por una violación en el Central Park que no habían cometido. La lista de víctimas del racismo policial con complicidad judicial es interminable y la semana pasada sumó la muerte de George Floyd en Minneapolis.

Si Trump tuviera más comprensión de lo que ocurre, habría hecho ante los periodistas de la Casa Blanca lo que están haciendo muchos policías frente a manifestantes que protestan de manera pacífica: hincarse. Simbólico gesto antirracista que iniciaron deportistas norteamericanos contra actitudes racistas de Trump.

Los agentes que se arrodillan denuncian el racismo que corroe la policía. En lugar de hacer gestos como ese, Trump quiere declarar terroristas al grupo Antifa.

El nombre de ese activismo anarquista viene de Acción Antifascista, grupos de choque del Partido Comunista alemán que enfrentaban al nazismo que crecía contra la República de Weimar. En las últimas décadas la nominación fue reflotada por grupos anarquistas ante la irrupción del neo-nazismo en Alemania y en países nórdicos, irradiándose también a Norteamérica.

Lo que dificulta considerar terrorista a Antifa, es que esa consideración se aplica cuando hay financiación externa. ¿Por qué? Probablemente para justificar que nunca se haya declarado terrorista al Ku Klux Klan y a las milicias del supremacismo blanco. Esas organizaciones violentas de las que surgieron terroristas como Timothy McVeigh (autor de la masacre de 1995 en Oklahoma) fomentan el odio racial y acusan a la ONU de controlar el gobierno federal, poniéndolo al servicio “del marxismo y el judaísmo internacional”.

Durante los violentos sucesos de 2017 en Charlottesville, Virginia, Trump puso a los supremacistas blancos en pie de igualdad moral con los manifestantes antirracistas.

Eso también explica las barricadas ardientes de estos días de furia.

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