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Afganistán hora cero

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CLAUDIO FANTINI
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La salida norteamericana de Afganistán parece una fuga atolondrada que abandona aliados a los que debería proteger. ¿Por qué? Porque, como en buena parte de esta guerra, falló el análisis de inteligencia militar de Estados Unidos.

Los estrategas calculaban que, con el adiestramiento y el moderno armamento que le habían dado al ejército afgano, éste podía resistir la ofensiva talibán unos 18 meses. Cuando en apenas una semana cayeron 33 de las 34 capitales provinciales, recalcularon y llegaron a la conclusión de que la resistencia duraría dos o tres meses, tiempo en el cual se organizaría la evacuación de los afganos que trabajaron para ellos o estuvieron vinculados con ellos. Pero la resistencia no duró nada y el presidente Ashraf Ghani huyó ni bien los talibanes se aproximaron a Kabul.

¿Por qué falló la inteligencia militar norteamericana? Entre otras cosas, por haber confiado en los informes del ISI (Inter-Services Inteligence), aparato de inteligencia exterior de Pakistán.

No debieron confiar en quienes les habían ocultado la presencia de Osama Bin Laden en Abodabad. Los paquistaníes siempre juegan a dos puntas y nunca se sabe cuándo quieren favorecer a unos y cuándo a los otros.

Pero la gran incógnita es lo que vendrá. ¿Reeditarán los talibanes el régimen sicópata con el que imperaron entre 1996 y el 2001? Por cierto, la posibilidad de que eso ocurra es grande. Pero también es posible que ésta sea una versión “light” del talibanismo. Depende de cuál miembro del liderazgo tenga el poder de diseñar el nuevo régimen. Si el poder se concentra en Baibatulá Akhundzada, el peligro es mayor. Ocurre que Akhundzada es un fanático recalcitrante como su antecesor en el liderazgo, Atkhar Mohamed Mansur, quien murió por un ataque aéreo norteamericano y había sucedido al emir Omar, la máxima autoridad del criminal régimen derribado por la invasión del 2001.

Pero si al poder lo concentra Mullah Abdul Ghani Baradar, es posible que el Estado que diseñe se inspire en los emiratos de la Península Arábiga, que son oscurantistas monarquías absolutas, pero no regímenes psicópatas como el que lideró Mohamed Omar.

Es posible que Ghani Baradar siga el modelo de esos reinos medievales que coexisten con el mundo, porque ese antiguo comandante talibán lleva mucho tiempo en el exilio y pasó los últimos años dirigiendo la oficina política que el movimiento estableció en Doha. En la capital de Qatar, Baradar encabezó la delegación talibán en la negociación con los enviados de Mike Pompeo y Mark Esper, los secretarios de Estado y de Defensa de la administración Trump. Teóricamente, esos roles y su vida fuera de Afganistán pueden generar diferencias con la visión de otros líderes del movimiento pashtún.

La otra diferencia clave con el régimen anterior es que, en los ’90, pudieron ganar la guerra contra las otras facciones por las armas que recibieron a través de Osama Bin Laden, además de las que les enviaban los jeques pashtunes de Pakistán y las que compraban con el dinero del tráfico de opio a través de la mafia rusa.

Hoy no está el Mullah Omar ni está Bin Laden como poder detrás del trono. El opio, que es en Afganistán lo que la cocaína en la Colombia de los grandes carteles, siguió aportando fondos, pero también los aportaron potencias adversarias de Estados Unidos, como Rusia y China, que seguramente cuentan con instrumentos para contener al nuevo régimen. A Rusia no le interesa que se reedite el fanatismo que ayudó a los musulmanes del Cáucaso y su lucha por separar de Rusia a Chechenia, Ingushetia y Daguestán. Y China no querrá que germinen fanatismos que alienten el separatismo de los musulmanes uigures en Xinjiang.

Para que haya un régimen medianamente moderado, deberá existir un gobierno que controle a los milicianos. En el emirato del mullah Omar, cada miliciano pashtún era un frenético inquisidor habilitado para lapidar mujeres, cortarles las manos a los ladrones, destruir teatros, instrumentos musicales y museos. Era un caos delirante que, en principio, no debiera repetirse por existir condiciones diferentes. Pero si se repitiera, tendría como principales víctimas, además de las mujeres, a los hazaras.

Esa etnia racialmente mongoloide y culturalmente persa, habla el farsi y profesa el Islam chiita, como Irán. Por profesar el chiismo, los hazaras son considerados herejes que adoran al demonio por los pashtunes en general y en particular por los talibanes. Es por eso que, si se repitiera el caos lunático del primer régimen, Irán tendría que actuar como Vietnam cuando invadió Camboya en la década del ’70 para destruir el régimen genocida del Khemer Rouge.

Seguramente no lo hará, porque toda su concentración siempre está puesta en los conflictos con Israel. Pero el ejército iraní debería ocupar por lo menos Hazarajat, la provincia que habitan los hazaras, si fuesen atacados por el nuevo régimen talibán.

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