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Hebert Gatto

Mientras se diluyen los últimos ecos de la campaña surgen condiciones para, en los límites de la decisión soberana, considerar más serenamente el futuro político del país. Para tranquilidad de la ciudadanía, el primer discurso del flamante presidente recordando a los "otros", los vencidos, supuso admitir que fuera del plano estrictamente jurídico, no cabe a ningún gobierno legitimarse plenamente si origina en algún sector, aún una minoría, miedo e incertidumbre. Por ello esta improvisada intervención, exenta de todo triunfalismo, fue una buena apertura para las nuevas autoridades.

No por ello deja de ser cierto que el Uruguay está políticamente dividido, más que por razones programáticas o ideológicas, por un recelo de orden emocional entre sus coaliciones constituyentes, el conglomerado de izquierda por un lado, los dos partidos tradicionales, por el otro. Como si, reiterando la vieja tesis de Vico sobre una historia de carácter reiterativo y circular, se retornara a la vieja querella de las divisas en su período más álgido, concluida la Guerra Grande, cuando éstas, desbordando sus representaciones partidarias, expresaban dimensiones culturales, emocionales o incluso identitarias, que referían a la subjetividad global de sus adherentes, las mismas que ahora se reproducen, con trasfondo ético, entre "progresistas" y antifrentistas. Cada uno convencido de encarnar el "bien" amparando la nación ante el desafío de "reaccionarios o "extremistas".

Cierto que esta división no es novedosa, pero la prudente dinámica del gobierno de Vázquez, más el predominio del presidente y sus legisladores, supieron moderarla. Es sabido empero, que el balance interno de sectores no repite al saliente y que esta diferencia ha renovado inquietudes. De allí que si hay disposición para atenuar disensos, Mujica necesite diferenciarse de su grupo -incluso si éste resultara, como se dice, una colección de inocuas antigüedades-, y acordar con la oposición, aunque no llegue a coaliciones parlamentarias. Por más que los cargos sean pocos y muchos los apetitos.

En otro plano, más global, los recientes resultados electorales admiten dos macro visiones. La primera, oficialista y exultante, considera que el Frente llegó para quedarse. Su amplia ventaja en la segunda vuelta donde una parte de los uruguayos cambió su orientación prefiriendo a Mujica frente a Lacalle, más la indiscutida hegemonía social de esta fuerza, es la mejor prueba de su implantación ciudadana. Por su lado, poco en los partidos tradicionales augura una renovación que requeriría otros aprestos. Otra, más a largo plazo, es la visión opositora. Allí, el éxito de la izquierda aparece como su canto del cisne, el fin y no la prolongación de su auge: triunfó en octubre, pero por primera vez en su historia resignó puntos (que no se atribuyen a los deméritos de Mujica) y dos legisladores. Por si eso no bastara, ya no contará con la inédita coyuntura económica que acompañó al gobierno que sale. Tampoco con Vázquez en la conducción. Además, si respeta a sus electores, de más bajo perfil socio económico, estará forzada a radicalizarse, lo que, salvo entre los fieles, por estas latitudes no suele redituar. En ese marco nada asegura su continuidad. De allí que para el analista resulte complejo pronosticar; mucho depende de los inciertos equilibrios internos de la coalición frentista.

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