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La globalización empieza por casa

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Carlos Alberto Montaner
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Donald Trump rectificó. Magnífico. Fue tal la avalancha de rechazo a su política de separar a los niños de sus padres cuando cruzaban irregularmente las fronteras, que se vio obligado a emitir un decreto permitiéndoles permanecer unidos.

Eso demuestra que al menos tiene vestigios de sensatez o de oportunismo. (Da igual, lo importante es que es menos terco de lo que parecía).

Tal vez es el momento de pedirle que deje de hostigar a líderes aliados, como Angela Merkel, una conservadora que trata compasivamente a los inmigrantes.

Sería muy positivo que admita la conveniencia de la OTAN, de la Unión Europea, y de todos los instrumentos globalizadores que le han permitido a Estados Unidos prosperar y ejercer como cabeza del llamado Mundo Libre, porque esa vasta alianza le ha traído al planeta una era de sosiego y paz (relativa) desconocida en el pasado, aunque no haya sido gratis.

Espero que ahora recti- fique con relación a los drea-mers. Debe hacerlo. Al me-nos debe escuchar los consejos de los propios congresistas republicanos. Es un crimen no legalizar la estancia en Estados Unidos de esos más de 800 mil jóvenes traídos por sus padres cuando eran niños. Muchos de ellos ni siquiera hablan otro idioma que el inglés.

También es una magnífica oportunidad de detener la guerra de aranceles antes de que esa batalla injusta e inútil empobrezca a todos. Los aranceles al acero y al aluminio ya han encarecido las futuras casas nuevas por las repercusiones que tienen esos absurdos gravámenes en la cadena productiva.

A mediados del siglo XIX Gran Bretaña eliminó unilateralmente todos los aranceles y se enriqueció mucho más que sus vecinos. Es una lástima que Trump no tome en cuenta los consejos de Milton Friedman, y que no entienda que la libertad de elegir es fundamental para abaratar los precios y fomentar la competencia.

Trump, lamentablemente, es un nacionalista blanco (que en Estados Unidos quiere decir, más o menos, de origen noreuropeo) obsesionado por el temor a que los extranjeros cambien los signos de identidad de la sociedad estadounidense.

Es el terror que esgrimían los antisemitas de siempre en casi toda Europa: primero, había que marginar a los judíos para que no contaminaran el cuerpo social. Los expulsaron de muchos países o los obligaron a vivir en guetos. Y los nazis, cuando llegaron al poder en Alemania y Austria, decidieron matarlos.

En 1776 había cuatro millones de colonos blancos, más medio millón de esclavos en Estados Unidos. De ese dato del censo se ha pasado al abigarrado panorama actual. Si a Trump no lo cegara el racismo, si no pensara que los inmigrantes "infestan" al país, se daría cuenta de que el mestizaje cultural y étnico no solo enriquece a su país, sino que es el inevitable destino de una nación exitosa como esta, que ya pasa de 320 millones de habitantes de todos los colores y orígenes.

Esa es la dirección en que marcha la civilización de una manera lenta, inexorable y espontánea hacia los polos de desarrollo del planeta. Los africanos, fundamentalmente, emigran hacia Europa. Los latinoamericanos, especialmente los procedentes de naciones fallidas, hacia EE.UU. No es inteligente segregarlos y escarnecerlos. La globalización conviene y comienza por casa.

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