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Los uruguayos y el terror islámico

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El 14 de julio fran- cés, fecha que es un ícono universal de la libertad, quedó malherido por el terrorismo islámico, ese fantasma que recorre el mundo y del cual nadie está a salvo. Ni siquiera nosotros uruguayos, que nos sentimos inmunes ante el problema y alejados de los sitios en donde golpean los jihadistas, estamos libres de la locura de atentados -tan impredecibles e incontenibles- como el que hoy llora la pacífica Niza.

El 14 de julio fran- cés, fecha que es un ícono universal de la libertad, quedó malherido por el terrorismo islámico, ese fantasma que recorre el mundo y del cual nadie está a salvo. Ni siquiera nosotros uruguayos, que nos sentimos inmunes ante el problema y alejados de los sitios en donde golpean los jihadistas, estamos libres de la locura de atentados -tan impredecibles e incontenibles- como el que hoy llora la pacífica Niza.

Prueba de que no estamos lejos de esa amenaza es que en estos días Uruguay figura en la lista de países bajo atención especial de los servicios antiterroristas estadounidenses, europeos y brasileños en virtud de la desaparición de un exrecluso de Guantánamo refugiado entre nosotros, Jihad Dhiab. Este sirio que se declara partidario de Al Qaeda, la organización fundada por Bin Laden, pasó a Brasil sin dejar rastros. Hay inquietud por lo que pueda hacer Dhiab, acogido tiempo atrás por el gobierno de José Mujica en una decisión que sirvió para comprarnos un problema y meternos en un lío en el que no deberíamos estar.

Desde el comienzo, cuando apenas el 30% de los uruguayos apoyaba esa decisión según las encuestas, el propio Mujica se empeñó en fabricar una telaraña de declaraciones contradictorias sobre su arreglo con Barack Obama por los liberados de Guantánamo. Que los traía por razones de humanidad, que pasaría “la boleta”, que a cambio los yanquis nos comprarían naranjas, que era un compromiso con la exembajadora Reynoso, que no había ningún acuerdo con Estados Unidos de mantenerlos aquí por dos años porque Uruguay no es “un país carcelero”, etcétera.

Lo cierto es que los seis refugiados se convirtieron en un problema. Algunos se casaron con uruguayas para ser denunciados, pocos meses después, por violencia doméstica. Más adelante, acamparon durante tres semanas ante la embajada de Estados Unidos protestando por su situación en Uruguay, país al que criticaron al punto que alguno de ellos llegó a decir que la pasaban mejor en la cárcel de Guantánamo.

Dhiab, el sirio que ahora buscan los servicios de varios países, dio la nota desde el principio. Primero se fugó por un día a Buenos Aires hasta que lo hicieron volver de apuro (cosa rara si Uruguay no era para él “un país carcelero”). Después resolvió remedar públicamente la forma en que en Guantánamo lo alimentaban a la fuerza a través de una sonda insertada en su nariz. Un show sangriento en donde Dhiab quiso mostrar cómo quebraron su huelga de hambre en prisión. Y ahora, finalmente, una fuga inquietante según declaró, apenas presentó sus credenciales al presidente Tabaré Vázquez, la nueva embajadora de Estados Unidos, Kelly Keiderling.

Tratando de justificarse, Mujica todavía insiste en que su decisión fue la correcta y que si el caso Dhiab tiene tanta repercusión -se discutió incluso en el congreso de los Estados Unidos- es porque ese país está en plena campaña electoral y utilizan el asunto para castigar a Obama. Pero lo cierto es que a raíz de este proceso conducido por Mujica sin medir sus consecuencias, Uruguay salió mal parado. Y lo que es peor, quedó inmiscuido en una zona erizada de peligros como es la relativa a ese terrorismo islámico que tanto dolor sigue causando al mundo.

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Antonio Mercader

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