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Tabaré Vázquez desencadenado

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Antonio Mercader
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En el 2002 me tocó acompañar al presidente Batlle a un centro educativo ubicado cerca de una mutualista cuyos funcionarios estaban en huelga.

A la salida del acto un grupo de ellos se abalanzó sobre el presidente lanzándole insultos y hasta algún escupitajo que no llegó a destino. Recuerdo que los manifestantes le gritaban a Batlle "¡lumpen, lumpen!", quien sonriente comentó: "No deben saber lo que es un lumpen". Acto seguido entró en el auto.

Relato esta anécdota para que se compare esa reacción de Batlle con la que acaba de tener Tabaré Vázquez ante un grupo de desaforados que lo esperó en la puerta del Ministerio de Ganadería. Batlle tenía claro que un presidente no puede ponerse a la altura de quienes buscan denigrarlo en la plaza pública. Sabía que la institución Presidencia de la República está por encima de las rencillas callejeras. Así que se tragó el sapo y dejó a los enfurecidos manifestantes sin asunto.

Aunque el ataque a Vázquez fue un error tan imperdonable como el que sufrió Batlle, las dos reacciones evidencian dos formas de valorar la importancia del cargo. Por encima de la persona está la institución presidencial cuya dignidad debe mantenerse a toda costa. Con su actitud primero sobradora y hasta burlona, y luego crecientemente colérica, Vázquez entró en discusiones personales con varios de los manifestantes en un estilo y con una modalidad inaceptables para su alta investidura.

Es raro que le haya pasado eso, porque Vázquez hasta ahora dio por lo general muestras de prudencia y contención. Ese cambio de carácter puede deberse a dos cosas: un mal momento pasajero o el síntoma de una crisis personal, propia de un político que siempre quiso ser amado por la gente. Porque hay dos clases de políticos: los que quieren que los quieran, y los que anteponen los intereses generales a los deseos inmediatos de la gente. Recuerdo que un ex presidente argentino me dijo un día que su pueblo clamaba por la baja del precio de la yerba, pero él optó por invertir el dinero en construir la represa Chocón-Cerro Colorado. Y agregó: "La gente dejó de quererme, pero ahí está la represa".

A Vázquez le tocó un primer gobierno de fábula con una economía pimpante que le permitió repartir a manos llenas los fondos del Estado. Pocas veces le tocó fruncir el ceño y decir que no, por lo cual su imagen alcanzó niveles de popularidad pocas veces vistos en un presidente. En su segundo gobierno tuvo menos suerte al encontrar las finanzas públicas más averiadas en medio de un coro de protestas que sus oídos nunca habían escuchado. El bien amado ya no lo era tanto.

Aceptar esta nueva realidad cuando le quedan menos de dos años de gobierno y observa que en su entorno cada cual mueve sus fichas preparándose para la próxima elección, es algo que no debe tenerlo muy contento.

Podrá decirse en su descargo que heredó el caos dejado por Mujica y una peor situación de precios internacionales. Sin embargo, todo esto no alcanza para justificar su reacción ante un grupo de inadaptados. Ahí quedó para la historia la patética imagen final de Vázquez gritando "¡Uruguay, Uruguay!" sin que nadie lo acompañara. "¿Cómo? ¿Ahora nadie grita Uruguay?", preguntó. Dicho lo cual se metió en el auto.

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