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Ortega y sus viejos amigos uruguayos

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Antonio Mercader
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La última vez que el presidente de Nicaragua Daniel Ortega pisó Montevideo tuvo que irse antes de tiempo acosado por un grupo de feministas que lo acusaban de incesto.

Fue en 2008 cuando se conocían las denuncias de su hijastra Zoilamérica Narváez, quien incriminaba a su padrastro por los abusos sexuales padecidos desde que era niña. No bien empezaron las protestas, Ortega eludió a las feministas y abandonó precipitadamente el país con el rabo entre las piernas.

Sin embargo, antes de irse, este jefe del movimiento sandinista que derrocó a Anastasio Somoza tuvo tiempo para condecorar a varios uruguayos a los que calificó de "luchadores latinoamericanos". Entre ellos estaban tres dirigentes tupamaros, José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Julio Marenales quienes recibieron con satisfacción la medalla de la Orden Carlos Fonseca Amador de manos de Ortega.

Previamente el hombre fuerte de la revolución nicaragüense había viajado a Uruguay en 1985 para asistir a la asunción presidencial de Julio María Sanguinetti. Numerosas banderas rojinegras con la sigla FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) se agitaron en la plaza Independencia en homenaje al visitante. Ese hecho asombró al entonces secretario de Esta-do norteamericano, George Shultz, presente en Montevideo, quien declaró que no entendía cómo los uruguayos que festejaban al retorno de la democracia, aplaudieran tanto a quien describió como "un pichón de dictador".

Shultz no se equivocó. Los tupamaros tampoco porque cuando agitaban las banderas del FSLN bien sabían que el sandinismo iba a seguir la senda del castrismo con Ortega como capitoste, por entonces su admirado líder revolucionario. La actual realidad de Nicaragua con decenas de muertos en las calles por manifestar su hartazgo por los abusos de Ortega muestra que el gobierno sandinista chapalea en el último círculo del infierno.

Participante de la célebre "piñata" (saqueo y reparto de los dineros del Banco Central), Ortega se convirtió en un hombre rico, instalado en una de las mejores residencias de Managua, en tanto el país era gobernado por Violeta Chamorro. Tras un pacto con la extrema derecha, volvió a la presidencia en 2006, cargo que mantiene hasta ahora tras elecciones de dudosa pureza. Desde allí no tiene empacho en reprimir con brutalidad a su pueblo mediante la policía y bandas paramilitares que mataron ya a 200 manifestantes, en su mayoría jóvenes descontentos con la situación.

Ante esta tragedia impresiona la tibia reacción del gobierno de Uruguay, un país que en su momento criticó acerbamente la dictadura de Anastasio Somoza. Aparte del gobierno, tampoco el Frente Amplio en su conjunto ha expresado su protesta contra este dictador incestuoso y corrupto. Sí lo hicieron algu- nos de sus sectores, en tanto —faltaba más— el MPP y los comunistas guardan silencio.

Es el mismo silencio que observan frente al desbarranque de la dinastía castrista a la que siguen adorando y frente a los desbordes del venezolano Nicolás Maduro, represor y corrupto aunque no incestuoso. Esta última condición la ostenta solo Daniel Ortega, quien debería hacer ya las valijas y fugarse de Nicaragua con la misma rapidez con que se fue de Uruguay aquella vez.

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