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¿Quién nos guarda de los guardianes?

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Es difícil estar tranquilo sabiendo que el ministro Eduardo Bonomi y sus colaboradores cuentan con un aparato clandestino de vigilancia electrónica y espionaje cibernético que puede aplicarse contra cualquier ciudadano. Lo llaman El Guardián y sería bueno saber cómo funciona, quiénes lo manejan y con qué criterios se utiliza. Pero el sistema es tan pero tan secreto, que no se puede saber nada, ni siquiera adónde y a quién se le compró, cuánto costó, cómo se instaló ni que características tiene.

Es difícil estar tranquilo sabiendo que el ministro Eduardo Bonomi y sus colaboradores cuentan con un aparato clandestino de vigilancia electrónica y espionaje cibernético que puede aplicarse contra cualquier ciudadano. Lo llaman El Guardián y sería bueno saber cómo funciona, quiénes lo manejan y con qué criterios se utiliza. Pero el sistema es tan pero tan secreto, que no se puede saber nada, ni siquiera adónde y a quién se le compró, cuánto costó, cómo se instaló ni que características tiene.

Bonomi dice que se usará sólo con orden judicial, como ocurre con los allanamientos, pues su acción supone inmiscuirse en el fuero privado de las personas. El problema es que debemos creerle al ministro, hacer confianza en él, estar seguros de que siempre habrá un fiscal y un juez que autoricen el uso de ese software para leer nuestros correos electrónicos o escuchar nuestras conversaciones telefónicas. Y debemos creer que el fruto del espionaje se empleará sólo contra la delincuencia, el crimen organizado o el terrorismo, nunca con otras finalidades.

Se nos pide un acto extremo de confianza en un ministro que es ante todo un político profesional y fiel militante de izquierda. Confianza en que él y sus subordinados no decidan allanar por su cuenta nuestras comunicaciones personales a imagen y semejanza de lo que hacen cuando allanan sin orden judicial la vivienda de un presunto malhechor. Porque esos allanamientos ilegales ocurren y nadie nos garantiza que con El Guardián no pase lo mismo.

Cada vez que se plantean estas interrogantes el ministro se ampara en el secreto con el argumento de que dar algún dato sobre el sistema es alertar a los criminales. Así, ignoramos las formalidades a seguir para obligar a una empresa de telecomunicaciones, pongamos Antel, a interceptar teléfonos o los mails que circulan vía Adinet, por seguir con el ejemplo. Tampoco se conocen las normas a aplicar en el uso de la información obtenida una vez en manos de los funcionarios policiales ni si habrá una rendición de cuentas y llamados a responsabilidad por las actuaciones.

En suma, no se conoce nada. Solo las acciones judiciales planteadas por alguna ONG podrían echar luz sobre el asunto en caso de prosperar. Los intentos del Parlamento por saber algo más se estrellaron hasta ahora con el mutismo de Bonomi y todo indica que así seguirán las cosas mientras El Guardián seguirá espiando silenciosamente.

El Estado uruguayo, cada vez más robusto y todopoderoso, refuerza así su arsenal de instrumentos para intervenir en la vida privada de la gente, una tendencia connatural a los gobiernos del Frente Amplio que se han mostrado obsesivos en la materia. Hay un Sistema de Inteligencia del Estado con su correspondiente “coordinador” y varios servicios, incluidos los militares, consagrados a tan delicada función. Lo datos al respecto siempre han sido inconexos, borrosos y escasos.

Esa nebulosa creada en torno al tema es mala para la vida democrática. Por tanto, se impone sancionar una nueva ley que reorganice todo lo relativo a este tema con requisitos precisos y plenas garantías para el ciudadano. Una ley respetuosa del artículo 22 de la Constitución que -como recordaba un lector de El País en carta publicada días atrás- prohíbe expresamente “las pesquisas secretas”, las mismas que hace El Guardián del ministro Bonomi.

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Antonio Mercader

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