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La corrupción, un flagelo al acecho

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Félix Luna, el conocido historiador argentino fallecido hace algunos años, me contó una vez que siendo él muy pequeño paseaba con su padre frente a la estación Retiro, en Buenos Aires, cuando de pronto se detuvo y le señaló a un anciano que, sentado en una banqueta, vendía billetes de lotería. “¿Ves?”, le dijo, “ese viejo que está ahí vendiendo lotería fue vicepresidente de la Argentina”.

Félix Luna, el conocido historiador argentino fallecido hace algunos años, me contó una vez que siendo él muy pequeño paseaba con su padre frente a la estación Retiro, en Buenos Aires, cuando de pronto se detuvo y le señaló a un anciano que, sentado en una banqueta, vendía billetes de lotería. “¿Ves?”, le dijo, “ese viejo que está ahí vendiendo lotería fue vicepresidente de la Argentina”.

Luna nunca olvidó ese episodio y solía recordarlo en los tiempos en que la corrupción de ciertos gobernantes argentinos no se disimulaba y hasta se hacía alevosamente ostensible ante los ojos de la gente. La imagen de aquel anciano ex vicepresidente era para Luna el símbolo de una Argentina perdida y que había que recuperar dando el ejemplo desde arriba. “Si desde lo alto del poder se roba ¿cómo impedir que lo imite el policía que aplica la multa o el funcionario que tiene que poner el sello?”, preguntaba.

Si Luna viviera no podría soportar el espectáculo de un vicepresidente argentino como Amado Boudou hoy procesado por la justicia bajo el cargo de utilizar el poder para engrosar su patrimonio personal. Un hombre notorio por su frivolidad que se las da de rockero, le gusta la noche y pilotea una moto Harley-Davidson es la antítesis de lo que el gran historiador hubiera querido para su país.

En realidad, nadie —excepto Cristina Kirchner— quisiera tenerlo de vicepresidente. Y es probable que no lo tenga por mucho tiempo más pues su situación es inaguantable y la vergüenza que lo rodea terminará por envolver a todo el gobierno si no se libran pronto de su presencia. Y seguramente se librarán de él, porque sostener a un corrupto en tan elevada posición es convertir a todos los gobernantes en sus cómplices e instalar sobre ellos la sombra de la sospecha.

Claro que lo mejor que puede hacer cualquier gobierno es prevenir la corrupción extremando las medidas para disuadir a quienes puedan caer en la tentación. Quizás bajo la influencia de estos sucesos de Argentina, aquí en Uruguay el tema está en discusión a partir de una reciente iniciativa de Pedro Bordaberry quien propone que los delitos de corrupción cometidos en el ejercicio de la función pública no prescriban nunca. Aunque pase mucho tiempo y el gobernante esté retirado y en su casa, si incurrió en conductas impropias deberá ser juzgado, según esa propuesta.

Aunque la inquietud de Bordaberry puede ser loable por su propósito de erradicar la deshonestidad de los funcionarios, terminar con la prescripción no es aconsejable porque se trata de un relevante instituto de Derecho cuya finalidad es brindar seguridad jurídica.

Esa es la base de la prescripción extintiva en materia penal según la cual, pasado cierto lapso, el Estado se abstiene de castigar al delincuente, es decir que renuncia a perseguirlo y prefiere dejar las cosas como están. Por supuesto, el tema da para largos debates, pero lo cierto es que la caducidad del delito está presente en la mayoría de los códigos penales.
De forma excepcional la prescripción ha sido eliminada para los delitos de lesa humanidad en donde la legitimación para juzgar y condenar a los culpables no cesa nunca. Extender tal excepción a otros ilícitos sería un exceso aun cuando se haga en nombre de la lucha contra la corrupción, ese flagelo que hoy encarna en la Argentina en el caso Bodou, pero del que ningún país está a salvo.

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Antonio Mercader

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