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El caldo de cultivo de la “Gran Guerra”

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Las guerras nacen en la mente de los hombres, escribió el científico inglés Julián Huxley. Una afirmación que luce certera cuando se recuerdan las vísperas de la Primera Guerra Mundial hace exactamente un siglo. Recordar lo que pensaban los hombres en la antesala del conflicto armado de 1914 ayuda a comprender cómo ciertas ideas pueden conducir a la barbarie.

Las guerras nacen en la mente de los hombres, escribió el científico inglés Julián Huxley. Una afirmación que luce certera cuando se recuerdan las vísperas de la Primera Guerra Mundial hace exactamente un siglo. Recordar lo que pensaban los hombres en la antesala del conflicto armado de 1914 ayuda a comprender cómo ciertas ideas pueden conducir a la barbarie.

En los primeros meses de 1914, el mundo —incluido Uruguay— hablaba con admiración y aprensión sobre la rapidez de los cambios. Los avances de la ciencia; la expansión del ferrocarril y de la industria; el principio del auge del automóvil, el cine y el teléfono; el debut de la aviación; el crecimiento del comercio y las ciudades, todo consolidaba la sensación de que se avecinaba una era gloriosa para la Humanidad.
Había escépticos, sin embargo. Uno de ellos, el filósofo alemán Oswald Spengler daba los toques finales a “La decadencia de Occidente”, una obra que se tornaría célebre porque, entre otras cosas, declaró inevitable la guerra europea —luego conocida como Primera Guerra Mundial— que estallaría en junio de ese año. Según Spengler las civilizaciones tenían ciclos naturales de vida y el de Europa concluía por el fracaso de la democracia, los sueños por dominar el mundo y un sistema basado en la avidez por el dinero.

El pensamiento de Spengler era más complejo, pero otros lo simplificaron y ataron a la teoría de la evolución de Darwin, un cóctel en donde “la ley del más fuerte” regía la relación de rivalidad entre las grandes potencias europeas (de un lado Francia, Gran Bretaña y Rusia; del otro Alemania y el Imperio Austro-Húngaro). El armamentismo y la codicia por nuevos territorios (los Balcanes, por ejemplo) harían el resto. Había que prepararse para la lucha y la supervivencia de los más aptos en el campo de batalla.

Las ideas de la redención por la violencia aleteaban en muchas cabezas, en particular las de intelectuales inquietos ante el avance de la industrialización, la emigración campo-ciudad, las demandas obreras y la denunciada pérdida de valores tradicionales. Los belicistas sostenían que la “purificación social” y el retorno a los grandes ideales del pasado sólo se lograrían por las armas.

De ese modo, los tambores de guerra redoblaban en una Europa que, paradójicamente, vivía una época de ebullición cultural. Allí estaba el cubismo de Picasso y Braque; los intentos de futuristas italianos como Balla; la novedosa danza de Isadora Duncan; los ballets de Nijinsky; las novelas de Joyce y Marcel Proust. Eran los tiempos de Rodin, Bernard Shaw, Rainer Rilke, Mahler, Stravinsky y tantos otros talentos cuya labor permitía suponer que estaba lejos la decadencia europea pregonada por Spengler.

Entre esos talentos figuraba Frederic Nietzsche, otro pensador alemán disgustado con lo que veía en su derredor. Según él, para zafar de la decadencia había que apelar a todos los recursos “incluida la cruel destrucción de todo lo que sea degenerado y parasitario”. Quienes se alistaran en esa lucha serían superhombres capaces de ejecutar las acciones predicadas por Nietzsche: “apropiación, daño, conquista de lo extraño y débil, supresión, severidad”.

En abril de 1914, jóvenes nacionalistas serbios comenzaron a planear el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, punto de arranque de la “Gran Guerra”. Todos ellos habían leído a Nietzsche.

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Antonio Mercader

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