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Alan García no merece el asilo

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Antes de darle asilo en nuestra embajada en Perú, el gobierno uruguayo debería recordar que desde hace tres décadas el nombre de Alan García está empañado por acusaciones de corrupción.

De sus dos presidencias (1985-1990 y 2006-2011) salió incriminado por enriquecimiento ilícito. En todos los casos logró zafar de la justicia gracias a artificios jurídicos, maniobras políticas o invocando el instituto de la prescripción (es decir, el mero paso del tiempo).

Esta vez la justicia peruana lo acorraló durante la investigación del escándalo de la empresa Odebrecht que ha llevado a la cárcel a unos cuantos políticos de Perú y de otros países de la región. Ahora se lo acusa por tráfico de influencias en la adjudicación de las obras del metro de Lima. Radicado en Europa volvió a Perú a prestar declaración tras lo cual, sorpresivamente, quedó impedido de salir de su país por la justicia y optó por instalarse en la residencia de nuestro embajador para solicitar asilo diplomático. Dárselo sería consagrarlo como si fuera un perseguido político, lo que equivaldría a proclamar que Perú carece de una justicia independiente y que no se trata de un país democrático.

Supondría también santificar a García, algo que no se merece. En 1985 García quiso presentarse como un joven revolucionario, idealista e iconoclasta, capaz de nacionalizar la banca y romper con los organismos internacionales en su afán de convertirse en un líder de la región. Pero pronto su gobierno, virado a la izquierda, se hundió en el caos y la hiperinflación. Fue un período trágico en la vida de los peruanos. Al terminar su mandato no solo era altamente impopular sino que lo abrumaban las denuncias por corrupción y violación de los derechos humanos. Su caída decepcionó a una generación de jóvenes latinoamericanos que creyeron en su discurso renovador. También desilusionó a quienes vieron en su partido, el tradicional APRA (fundado por el legendario Víctor Raúl Haya de la Torre), la tan anhelada palanca para sacar adelante al país.

Si García regresó al poder en 2006 es porque la memoria de los pueblos es frágil y porque se presentó como la alternativa a Ollanta Humala, un candidato cuya propuesta radical era inviable. La gente votó entonces a García porque no tuvo más remedio. Era el menos malo de los dos. Una vez en el gobierno -esta vez muy lejos de sus viejas posturas izquierdistas sino más bien volcado a la derecha- parece que García volvió a las andadas al punto que nuevamente le echaron en cara su condición de corrupto y otra vez lo investigaron.

Acostumbrado a la buena vida en Europa (vivió en París y actualmente reside en Madrid) está lejos de ser aquel político de prosa encendida en el cual millones de peruanos depositaron sus esperanzas. Los dislates de su primer gobierno fueron tantos que Mario Vargas Llosa abandonó su taller de escritor para ponerse el traje de político y combatirlo sin tregua. El autor de “Conversación en la catedral”, la novela en donde el Premio Nobel hizo su célebre pregunta -“en qué momento se jodió el Perú”- no esperaba por entonces que alguien le diera una respuesta concreta. Hoy tampoco la espera, pero sí podría señalar a Alan García entre quienes lo jodieron.

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