Las luchas del movimiento obrero durante la revolución industrial forman parte de los bienes colectivos de la civilización. La rebelión contra las durísimas condiciones de trabajos, el desprecio hacia los derechos de los trabajadores, las represiones salvajes y los consiguientes mártires condujeron, en Europa, y las Américas, a las legislaciones laborales y sistemas de derechos que no han cesado de progresar en las sociedades democráticas.
Las luchas del movimiento obrero durante la revolución industrial forman parte de los bienes colectivos de la civilización. La rebelión contra las durísimas condiciones de trabajos, el desprecio hacia los derechos de los trabajadores, las represiones salvajes y los consiguientes mártires condujeron, en Europa, y las Américas, a las legislaciones laborales y sistemas de derechos que no han cesado de progresar en las sociedades democráticas.
Los anarquistas, los socialistas y los comunistas lideraron esas luchas y aportaron la mayor cuota de sangre y sacrificio. Con el tiempo, los socialistas se integraron al sistema pluralista de partidos democráticos, los comunistas devinieron en peones del totalitarismo soviético y los anarquistas --un vasto archipiélago de teorías, prácticas y utopías— se redujeron a una posición testimonial, salvo en la España republicana y algunos otros casos puntuales. Su valentía, sus aspiraciones libertarias, y la utopía de una humanidad igualitaria y reconciliada en el amor desinteresado han despertado evocaciones románticas. Es difícil no emocionarte ante películas como Tierra y Libertad, de Ken Loach y aun Libertarias, de Vicente Aranda. Pero no es menos cierto que la memoria y los artistas han idealizado y disimulado sus peores versiones como la corriente llamada “La propaganda por el hecho”.
Uno de sus representantes fue el piamontés Luigi Galleani (1861 - 1931). Nació en una familia acomodada y monárquica, estudió Derecho y fue seducido por las ideas revolucionarias. Se unió al movimiento anarquista donde se destacó por la vehemencia de sus escritos y en particular su oratoria, a la que prestaba su porte aristocrático: alto, robusto, siempre vestido elegantemente, la mirada feroz y la barba en punta. Uno de sus seguidores afirmó: “Si escuchabas a Galleani, salías dispuesto a dispararle al primer policía que vieras.”
En 1894, fue detenido y condenado a 3 años de prisión y 5 de confinamiento en la isla de Pantelaria cerca de Sicilia, por asociación criminal. Se escapó en 1899 y llegó a EE.UU. en 1901. Ya tenía 40 años. Recorrió todo el Este dando incendiaros discursos y participó en algunos eventos como la violenta huelga de los tintoreros de Paterson (New Jersey) de 1902. Probablemente haya sido una de las pocas veces en las que estuvo en primera línea; recibió un balazo.
En 1903 se instaló en Barre, Vermont, amparado por un grupo de canteros de Carrara. Allí comienza a editar Cronaca Sovversiva, un periódico que pronto alcanzó un tiraje de cinco mil ejemplares distribuidos a lo largo del país y el extranjero.
En 1905 publicó Le salute è in voi! (La salvación está en ustedes), “un sencillo folleto para todos aquellos compañeros que quieran educarse.”, anunciaba. En realidad se trataba de un manual de 46 páginas para la fabricación de explosivos. En la primera edición cometió un error al transcribir la fórmula de la nitroglicerina, por lo que varios fabricantes sufrieron explosiones prematuras. Lo corrigió en la edición de 1908.
El núcleo duro del galeanismo estaba compuesto por unos 50 militantes: gente simple, obreros inmigrantes, entre los que se incluían Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Las arengas de Galleani incluían frases como: “La tormenta ha llegado y pronto los alzará, los estrellará y aniquilará a todos ustedes en sangre y fuego... ¡Nosotros los dinamitaremos!” No eran hipérboles; los galeanistas cometieron algunos de los atentados más sangrientos de la época.
El 24 de noviembre de 1917 en la ciudad de Milwaukee, la policía encontró una bomba de gran poder junto a los cimientos de una iglesia. Fue transportada al Departamento de Policía, donde explotó matando a nueve policías y a una mujer civil. Era el mayor atentado terrorista en los Estados Unidos, hasta ese momento, al que seguiría el de Wall Street que en 1920 mató de 38 personas. Hubo muchos más, la mayoría fracasaron, solo por impericia.
Un año antes, un cocinero galeanista, Nestor Dondoglio, había envenenado la comida destinada a los doscientos invitados a un banquete en honor al arzobispo de Chicago. Puso arsénico en la sopa, pero se pasó en la dosis, las víctimas vomitaron inmediatamente y nadie murió.
En abril de 1919 llevaron al correo unos treinta paquetes de dinamita destinados a políticos, autoridades judiciales y financistas. Pero en la mayoría de los paquetes pusieron menos estampillas de las necesarias para el franqueo, uno solo llegó a destino y estalló, también antes de tiempo, amputándole las manos a la empleada domestica de un senador. En junio cuatro de sus seguidores decidieron hacer volar una planta textil de Franklin, Massachussets: todos murieron cuando la bomba estalló prematuramente. Era parte de un vasto plan de explosiones, con artefactos que incluían metralla y utilizaban hasta 9 kg de dinamita. Como resultado murieron un sereno, una mujer que pasaba por la calle y Carlo Valdinoci, hombre muy cercano a Galleani; ninguno de los objetivos.
El Departamento de Justicia, dirigido por Mitchell Palmer, respondió con una serie de ineficientes e ilegales redadas, las “redadas de Palmer”, que fueron detenidas por la judicatura, sin lograr ningún resultado concreto. El otro instrumento, de relativa eficacia para combatir a los terroristas fueron las deportaciones, amparadas en la legislación. Luigi Galleani y ocho de sus partidarios fueron deportados a Italia.
Le siguieron una serie de arrestos selectivos como el del tipógrafo Andrea Salsedo que murió el 3 de mayo de 1920 –en circunstancias nunca aclaradas—al caer desde una ventana del piso 14 del FBI. Dos días después fueron detenidos los también galeanistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Se les encontraron armas, y a falta de pruebas de mayor contundencia, les imputaron dos improbables crímenes durante un asalto. El largo juicio y su ejecución, siete años más tarde, conmovieron al mundo.
Mientras, en Italia, Galleani permaneció en residencia vigilada, alternada con dos breves encarcelamientos. No cesó de escribir y terminó sus días apaciblemente, ya bajo el régimen de de Mussolini, en Caprigliola, un pueblo de la región Toscana, el 4 de noviembre de 1931.