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Víctimas

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Ana Ribeiro
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Arrancaron de cuajo los calefones. También los armarios de la cocina. Por la puerta, literalmente partida en dos, sacaron esa pesada carga y todo tipo de objetos pequeños. Ni la caldera dejaron.

La policía técnica hizo su trabajo, buscó huellas, indagó. "Sabemos quienes son", dijeron los vecinos, pero... Nadie dice apellidos, pero el ingenio popular le puso nombre a esa familia-banda que demuestra insaciable voracidad por lo ajeno: los comevidrios.

La impotencia se mezcla con cierta repugnancia a todo lo que tocaron, rajaron, quebraron y espiaron. El inventario de lo que se llevaron se va haciendo a medida que el impacto va cediendo espacio. Entonces uno recuerda aquel objeto y aquel otro; en medio de una telaraña de cotidianeidades y recuerdos afectivos que repasa como entre sueños. Porque le pasó a uno, pero cuando se afronta esa vejación de su espacio, siempre parece que uno es otro.

Allí se está, asumiendo todo aquello como puede, cuando comienzan a construirle alrededor la condición de víctima. Lo hace el Estado, que fotografía y toma datos. Que revela pericia o no, según toque en suerte. Que puede tener portavoces indiferentes como pueden ser amables y eficientes, pero que casi invariablemente explican cómo y porqué no logran resultados, cargándole a uno otro fardo conceptual sobre la dolorosa curvatura de espalda que generan el agobio y la impotencia cuando se combinan.

Luego están los amigos, familiares, compañeros de trabajo y vecinos de puerta, que se solidarizan enseguida, porque les ha pasado o les puede pasar. Hablan, consuelan y casi inmediatamente van dejando aflorar ese monstruo interior que se despierta con el miedo y que —al parecer— casi todos tenemos dentro. Recomiendan calibres de armas o sistemas de alarma; luego van subiendo la apuesta y fantasean con contratar a alguien "que por unos pesos te libre de esas lacras", o —unos minutos más tarde— con el Vengador Anónimo que dicen ser capaz de sacar a relucir desde el fondo de su respetable cuello y corbata o de su abdomen de oficinista. Justo cuando llegan a eso, uno —que ha seguido haciendo mentalmente el dificultoso inventario— se da cuenta que falta aquel adorno pequeñito que era de la abuela, que no valía nada más que para uno y que caerá roto en la fuga o se venderá a un precio de basura. Entonces uno ya no escucha y lo único que quiere es no ser víctima ni victimario. Quiere sacarse el miedo y los peores pensamientos de encima, lavárselos, como si de la baba del diablo se tratara.

Porque de todo lo que se llevaron, lo que más duele es el equilibrio. Ese, que es tan frágil como inestable, porque se alimenta del movimiento y la oscilación. Ese, que permite que dominemos al animal que somos y construyamos al ser humano reflexivo que queremos ser. Ese, que transmiten la educación familiar y la formal; ese que pide y que permite la convivencia armónica de cualquier colectividad. Cuando se lo pierde, siempre implica una caída.

Al equilibrio lo acarrearon como botín. Supongo que también lo venderán en alguna feria a precio remate, con un letrero que diga: "De ocasión. Aproveche la revaja." "Rebaja" escrito así, con "v" de "victoria", aunque en realidad es de derrota.

Espero sinceramente que recuperemos los lesionados niveles de integración social, pero —sabrán disculpar— hoy no tengo optimismo. También se lo llevaron.

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