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Réquiem por Sharif

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No ha muerto únicamente un hombre apuesto. Nadie entró en escena más espectacularmente que Omar Sharif en “Lawrence de Arabia”, cuando apareció como un punto en el fondo del desierto, creciendo hasta convertirse en un imponente jinete vestido de negro.

No ha muerto únicamente un hombre apuesto. Nadie entró en escena más espectacularmente que Omar Sharif en “Lawrence de Arabia”, cuando apareció como un punto en el fondo del desierto, creciendo hasta convertirse en un imponente jinete vestido de negro.

Sin embargo, fue más que una estrella de cine. En él hicieron frontera el mundo árabe del cual provenía y el Occidente que lo catapultó a la fama mundial: en su juventud fue una figura exótica para los parámetros de Hollywood y en su madurez, testigo y parte del enfrentamiento cultural más candente del mundo de hoy.

La vieja ciencia árabe, que supo atesorar y cultivar a Aristóteles y Platón mientras occidente los olvidaba, la que nos legó el sistema numérico, nos transmitió el conocimiento del cero, nos enseñó astronomía y el uso del astrolabio, le otorgó un título de Licenciado en Física y Matemáticas por la Universidad del Cairo. Hablaba seis idiomas y, con más de ochenta años, estaba estudiando griego para poder leer a Homero en su lengua original.

Procedía de una familia libanesa cristiana, aunque nació en Egipto y se convirtió al Islam para poder casarse con la que fuera su esposa. Cuando, ya alejado de ella y del rol de galán, encarnó al protagonista de “El Sr. Ibrahim y las flores del Corán”, un anciano árabe que entabla amistad con un niño judío, hizo un llamado a la tolerancia entre los credos. Ante la pregunta de un periodista de si creía en Dios, respondió con sinceridad: “no lo sé, tengo mis dudas, nunca voy a encontrar la respuesta”.

Con esa misma naturalidad encarnó al Dr. Zhivago de Boris Pasternak, aquella obra que la uruguaya Susana Soca rescatara clandestinamente de la Unión Soviética. Sharif protagonizó de tal forma esa historia de amor de un vencido, que lo inolvidable no fue solo aquel hombre generoso y dolido, sino aquellas heladas entrañas de la Rusia comunista. Él, sin embargo, no creyó tener demasiados méritos. Su inteligencia le permitió, incluso, ser el más feroz crítico de su propia obra cinematográfica.

Alimentó la fama de ser muy bueno con el bridge, el póker y las mujeres, aunque se mantuvo esquivo al compromiso y, pasados los años, supo despedirse de su leyenda viril sin hacer desesperados intentos por retenerla: “nada queda hoy de mi apostura”, dijo. “Sin tragedia ni apocalipsis”, diría Lipovetsky. Divo de gustos exquisitos y carácter al tono, no se compró una o dos mansiones al estilo de los zares del petróleo, sino que optó por vivir con pocas posesiones pero en hoteles, en cuyos casinos perdía o ganaba cifras millonarias. Era nómada, al fin y al cabo.

Ya entrado en años, volvió a su Egipto natal sin demasiadas esperanzas: “Nuestro país es dictatorial en todo sentido, y nunca se va a volver democrático, ni en los próximos 100 años”. Se instaló en el hotel El Gouna, a un precio probablemente bonificado por su fama y por la situación internacional, pues el turismo oscila ante cada avance del Estado Islámico. Disfrutaba de las instalaciones y de la cercanía de su hijo, con quien tenía una magnífica relación. También con su nieto, un hombre alto que heredó su estampa y que un día le comunicó a él y al mundo que era gay y que se iba a vivir a Estados Unidos. Las revistas del corazón difundieron la noticia junto a una foto en que su famoso abuelo lo abrazaba con indisimulado afecto. Una vez más, como lo hiciera cuando encarnó al señor Ibrahim, Sharif reclamaba tolerancia y capeaba la tormenta de arena.

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Ana Ribeiro

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