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Ana Ribeiro
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Al nacer a la vida independiente, las repúblicas latinoamericanas introdujeron la libre circulación de extranjeros, gesto de ruptura total con la tradición del régimen colonial.

Pronto, derivado del celo con que se custodiaba la soberanía —concepto vertebrador de los nuevos países—, debieron discernir entre grupos de inmigrantes deseables y los "peligrosos". Se prohibió entonces la entrada a "delincuentes y vagos", enfermos y "locos", "individuos de malas costumbres", y todos aquellos que pudieran significar "una carga pública".

Se afirmaba así el modelo del sujeto masculino ideal y se excluían todos los que empañaran la autodefinición nacional. Cabe recordar que en aras de ese criterio nuestra Constitución del 30 le negaba el voto a los analfabetos, los sirvientes a sueldo, los jornaleros y —claro está— a las mujeres. No solemos recordarlo con frecuencia, pero el Uruguay que se narra a sí mismo como el generoso país de inmigrantes, tuvo en 1890 una ley que prohibía "la inmigración asiática y africana y la de los individuos conocidos con el nombre de húngaros o bohemios".

El inmigrante deseado fue fundamentalmente el europeo, en tanto Europa era el modelo civilizatorio al que aspirábamos. Una inmigración que traía "hábitos de orden y de trabajo", "buenas costumbres y prácticas morales". Esas políticas de migración tenían como proyecto-país la construcción de una buena copia europea. El Libro del Centenario (1930) se jactaba de nuestra piel blanca y nada nos gustaba más que ser "la Suiza de América". Un país que quería ser otro.

Las múltiples migraciones son hoy el problema mayor del mundo occidental. En estos días de pleno verano, el Mediterráneo se convierte en la tibia esperanza de alcanzar un mundo mejor, previo bautismo en sus aguas. Cientos, miles, mueren en el intento. Ni que hablar del muro que Trump se empeña en blindar y los latinoamericanos en burlar. Hasta hace poco eran problemas lejanos, tinta en un titular de prensa. Pero en poco tiempo nuestras calles se han llenado de pieles y acentos que las cifras —aún imprecisas— ya ratifican: estamos recibiendo inmigrantes latinoamericanos en un número importante para nuestra magra demografía. Venezolanos, cubanos, colombianos, peruanos. Eso requiere una política migratoria clara. El Estado de bienestar, que de a ratos nos pesa como gigantesco pero que siempre nos seduce como modelo ideal, ¿se ocupa realmente de ellos?

Tomemos un aspecto puntual: ¿se puede asumir su ingreso a las universidades antes del tiempo que la ley requiere? Al parecer no. Nuestra universidad, abocada a su expansión en el interior y a mantener fuertes sus líneas de investigación, cuenta en algunas facultades con buenos edificios, mientras que en otras arrastra aún paredes descascaradas. La migración podría desbordar sus recursos profesionales y edilicios. Trasládese ese diagnóstico de problema a otros aspectos y tendremos clara la dimensión del desafío que enfrentamos: inserción urbana y laboral, alquileres, demandas sociales, educativas y religiosas, respuestas del sistema médico.

Es bueno recordar que las políticas migratorias se piensan en función del proyecto país y que requieren anticiparse a los problemas derivados de un cambio demográfico que ya camina por nuestras calles, con todos sus sones.

"Está sabroso aquí", me dijo optimista un sonriente cubano. Ojalá.

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