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Ser mujer

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Ana Ribeiro
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Crecí en una familia de muchas mujeres. Entre mis dos abuelas y tantas tías y primas, las hubo transgresoras pero también convencionales; las hubo fuertes, pero también sumisas.

Una abuela fue inmigrante española, lavandera viuda con hijas pequeñas que criar. La otra narraba historias de revoluciones y levantamientos en medio de la frontera uruguayo-brasileña, con degüellos incluidos.

Entre mis tías hubo algunas encerradas en el laberinto de sus casas y la crianza de sus hijos, que supieron tanto de alegrías como de infelicidades, que sufrieron infidelidades y protagonizaron algunas, que aprendieron a manejar las cuotas de poder derivadas de la procreación y la mesa servida. Otras se atrevieron al divorcio por su sola voluntad, arremetieron contra los prejuicios que desataron al hacerlo, salieron a inventarse empleos, y en una rara y silenciosa cadena de solidaridad, abrieron las puertas de sus casas (alquiladas al son de sus sueldos) a las otras, cada vez que lo precisaron.

Todas insistieron en que sus hijas estudiaran, pero también les enseñaron a cocinar y a cultivar las formas de seducción. Recetas de postres, lápices de labios, medias de seda y la infaltable pregunta a las más jóvenes de la familia: "¿tenés novio?". Algunas deslizaban la idea de que en casa, esperando que el marido trajera el sueldo, se tenían ciertas ventajas. Otras, las que habían quebrado la dependencia económica, alardeaban de amigas, tardes de cine, criterio propio e incluso de soledades bien llevadas. Sus hijas se sumaron más al segundo grupo, porque los tiempos mandan. Las mayores frecuentaron algún club en pos de un empleo; las más jóvenes votaron con entusiasmo e incluso hubo algunas que optaron por la militancia política. La mayoría de mis primas se hicieron cargo de sus hogares solas y —con una máquina de coser o el dominio de un idioma, con una carrera universitaria o con una escoba— alimentaron las estadísticas de las mujeres jefas de hogar.

En su tiempo las piropearon a todas y lo contaron con una cuota de vanidad. Cuando la mano fue más larga que el elogio se enfurecieron, sin mucho eco ni éxito. Alguna vez escuché a una de mis tías lamentar que ya nadie le elogiara las piernas, como cuando era joven. Sin embargo, a todas sus hijas les enseñaron a desconfiar y defenderse. Por si acaso.

También a disimular un embarazo si se presentaban a un llamado laboral; a no amilanarse cuando se es la primera mujer en una función o lugar; a no dejar de usar perfume aunque se haya estudiado toda la lección; a ignorar los comentarios (supuestamente elogiosos) que adjudican la buena nota obtenida a la apariencia física de la estudiante y no a las tardes que pasó estudiando. A colgar con orgullo en la sala el título obtenido; o el agradecimiento de la empresa por los años de buen servicio; o aquella invitación en que —solitaria entre decenas de varones— el único nombre femenino marcaba una vanguardia diminuta, discreta, pero tan peleada como cualquier otra trinchera; o —primorosamente enmarcados— los dibujos de los hijos: "lo mejor de la vida, por lejos".

Quedan pocas de mis tías ya. Han ido muriendo. Las primas, ya sesentonas, veneramos sus memorias. No han tenido más heroísmo que el de la vida misma, pero con todo el protagonismo de la revolución social más importante de nuestro tiempo: ser mujer.

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