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Maciel, pasado y presente

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ANA RIBEIRO
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En 1775, cuando Montevideo contaba apenas con mil y pocos habitantes, se fundó, a iniciativa de Francisco Antonio Maciel y su señora, la cofradía del Señor San José y Caridad, para ayudar a los enfermos desvalidos, socorriéndolos con dos reales diarios.

Maciel tenía una sólida fortuna pese a su juventud: apenas 21 años. Era uno de los comerciantes enriquecidos con el tráfico negrero, lo cual no contradecía -en la sensibilidad de la época- sus servicios piadosos hacia los “pobres de solemnidad”. Lo secundaban varios vecinos, el doctor José Giró, enfermeras y enfermeros voluntarios en cada barrio. Los martes salían a pedir limosna con un platillo de plata. La población siguió creciendo y, luego de transcurrida una década, se hizo imprescindible construir un hospital. La situación más delicada se daba entre los “hombres sueltos del campo”, que “eran encontrados moribundos en sus chozas, en la mayor miseria, o muertos de necesidad sin ninguna clase de auxilios en los caminos”, según Isidoro de María en “Tradiciones y recuerdos”.

Maciel anticipó los primeros fondos, las limosnas recogidas en toda la ciudad ayudaron, así como la donación de las ventas de dos corridas de toros. Para paliar la urgencia durante el año que insumió la construcción, Maciel destinó un galpón de su propiedad y lo dotó de doce camas. Desde entonces se lo conoció como “el Asilo de Caridad”.

En 1788 se trasladaron los enfermos del Asilo, con camas y todo, al flamante Hospital de Caridad, que fue entregado a la Hermandad fundada por Maciel. Los hermanos llevaron en andas a los ocho internados en ese momento. Eran tres españoles, dos paraguayos, un mendocino, un correntino y un enfermo mental del que no se recogió dato alguno, como si su enfermedad fuera su única filiación.

La religiosidad de aquellos montevideanos y la situación de enfermedad y muerte que cobijaban sus muros, dieron lugar, al poco tiempo a un reclamo muy lógico: el hospital necesitaba una capilla. La Hermandad sostenía el Hospital con sus catres de cuero, alternando con otros de tablas sobre bancos o caballetes, pero no tenía fondos para la capilla. Maciel ofreció adelantar fondos para los materiales y para el trabajo de obra, confiando en que los vecinos colaborarían con limosnas y donativos. Lo hicieron: se colocó la piedra fundamental el 29 de setiembre de 1798, día de San Miguel Arcángel y se puso bajo la protección de la Virgen de Mercedes o de las Misericordias.

Llegaban donativos mensuales pero también contribuciones como la de la Casa de Comedias, que donaba funciones a beneficio del Hospital y la capilla en construcción; también una función de toros fue donada por la generosidad de los músicos, los picadores y banderilleros. Unos 212 sacerdotes limosneros (entre ellos Dámaso Antonio Larrañaga) eran los encargados de las colectas mensuales.

Pedro José Errazquín, conocido armador de barcos que en 1805, luego de un viaje a las Islas Mauricio, trajo dos conchas marinas inmensas, que quiso destinar a pila bautismal de la capilla del Hospital. El cura de la Matriz, Juan José Ortiz, apenas las vio se las pidió para la catedral, recién construida y consagrada, pero Errazquín se negó. Las había traído para la capilla y las entregó a la Hermandad. Lamentablemente, la Junta de la Hermandad tuvo la triste ocurrencia de picar los bordes de las conchas y pintarlas.

La capilla avanzó hasta que las invasiones inglesas y el combate del Cardal se llevaron la vida de Maciel, “el padre de los pobres” que murió defendiendo su ciudad. Al poco tiempo estalló la revolución en todo el Plata. La ciudad fue sitiada y la Capilla convertida en depósito de víveres. Una bomba impactó en una de las columnas del frontispicio, quedando el proyectil incrustado en la piedra.

Comenzó a funcionar por primera vez para el culto recién durante la dominación lusitana, que la dotó de seis altares. En 1857, cuando finalmente logró revocarse el frente y la torre de la capilla, se volvió a colocar de forma visible la bomba que había impactado para recuerdo de los hechos.

Mucho de esta historia se respira aún en el Hospital Maciel, que en pleno siglo XXI preserva lo antiguo sin negarse a la renovación tecnológica. Algo que sus protagonistas llaman “actitud Maciel” es el motor no tangible de una renovación que comenzó en 2012. Todo está relucientemente limpio. Los faroles, frisos, molduras y estatuas están impecablemente restaurados. Los seis patios enjardinados alternan centenarias palmeras y flores de estación; un colorido mural de Coco Cano da inicio a un camino de obras de arte varias, que se extienden por los pasillos. Las mamparas acristaladas y los equipos de última generación coexisten con la solemnidad que transmite el edificio. Los funcionarios son 3.500 y atienden una 350.000 personas al año, todos convencidos de la importancia de lo que hacen y dirigidos por Álvaro Villar, que no oculta su orgullo por la labor realizada. Está convencido que los nombres que marcaron la historia del lugar deben ser recordados para enseñanza y emulación de los cientos de estudiantes que trabajan en el Hospital, así como de los auxiliares que atienden la limpieza, las lavanderías, la carpintería, las calderas, los laboratorios, la farmacia, los jardines, la conexión a internet para las habitaciones. En la pared de la Dirección se leen frases que sintetizan la filosofía detrás de la obra: contagiar entusiasmo y recordar responsabilidades. Eficiencia, hospitalidad, seguridad, mostrar con orgullo lo que se hace porque hay que convencer de que es posible lograr cambios, repiten los mensajes, escritos en tiza sobre fondo gris oscuro. Los que más necesitan siguen siendo los beneficiados, como en tiempos de Maciel.

Pocas veces la historia se reunió tan fraternalmente con el presente como entre esas paredes.

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