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Un libro inquietante

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ANA RIBEIRO
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Se presentó en la Feria del Libro, con su preciosa tapa en blanco, grises y negros, en la que se ven distintos planos de caballos que cabalgan, levantando polvo a su paso.

Esos preciosos animales no son el tema central, sino una suerte de metáfora o alegoría que el autor, Guillermo Álvarez Castro, utiliza para recorrer nuestro presente, el pasado reciente y el más remoto. En “Amparo y el galope de los caballos muertos” hay una historia y un protagonista que se trenza con otro protagonista y otra historia, retratando más al país y a la condición humana que a esos dos personajes centrales. El nexo entre ambos es Amparo, una prostituta que tiene nombre de reivindicación, porque es el desamparo el que mayoritariamente cunde en las 289 páginas del libro y -eso nos dice el autor- también entre nosotros.

Mercedes Estramil opina que puede considerársela una novela ideológica o de tesis, o sea aquella en la que el autor escribe para demostrar determinada teoría o para suscitar un debate ideológico sobre determinada situación o hecho, ya sea social o político. La tesis tiene que ver con el encuentro -que culmina en careo- entre los dos personajes. Sánchez, un hombre que lo ha perdió todo, que formó parte de una revolución que le valió el exilio y la cárcel, que volvió al país para ver fracasar su matrimonio y la revolución que era el sentido de su vida. Luzardo es un solitario de vida campestre, que lee novelas del lejano oeste, que sabe más de caballos que de personas y que, asqueado por estas, decide convertirse en una suerte de ángel exterminador, en alguien que ejerce la justicia por mano propia. Amparo los liga, los enfrenta, los interpela en sus respectivas culpas, porque esta figura agustiniana (la culpa) recorre el libro como lo hace con la civilización occidental y cristiana.

El autor hizo una morosa investigación para construir el sangriento fresco de crímenes que a medida que el lector pasa las páginas, va recordando, porque todos son de nuestra realidad nacional. Como si obligara al lector a tomar conciencia de la liviandad con la que -incluso mientras cenamos en familia- asistimos a diario al inventario de crímenes de todo tipo. La madre que suspira aliviada porque ha escuchado el ruido de la llave en la puerta y cree que es uno de sus hijos que regresa de su salida con amigos y entonces se duerme, cansada de su sobresaltada vigilia, mientras el que ingresó por la puerta -que no era quien ella creía- asesina silenciosamente, uno a uno, a sus restantes hijos. Los abusos pedófilos, los maltratos a mujeres, los padres que se suicidan por no superar la muerte de su hijo asesinado por el ejército en plena dictadura, la toma de Pando con su estela de sangre de ambos bandos; las prostitutas de Pando asesinadas por algún obseso sexual a la vera de algún camino en el que esperaban a sus clientes, con minifalda y frío. Todos los tiempos, los cercanos, los más pretéritos, los muy recientes, todos desfilan con la misma característica ante los ojos del lector: barbarie, desprecio por la condición humana.

“Así que esto era la revolución? ¿Para hacer esto que están haciendo ahora -pregunta, resuena, retumba la voz del hijo- era que ustedes querían tomar el poder por las armas?”, dice alguien en la página 93. Pese a lo interpelante de la frase, no es allí donde radica la tesis central de la novela, que no puede simplificarse en la figura de la revolución fracasada en la que tantos creyeron en los 60-70, ni siquiera en sus resabios retóricos, aún en uso. La tesis central es más dura, más desalentadora. “Usted cree que importa un carajo saber que el Goyo Jeta hizo pasar una caballada por encima de los heridos y degollar o lancear a la mayoría de los prisioneros que había tomado en la batalla del Sauce? ¿O que, según lo que el propio Goyo Suárez relató, los blancos habían atado a su madre con maneadores al horcón de su casa, en Polanco del Río Negro, y después lo prendieron fuego para que muriera y por eso los odiaba?”. Ni la madre prendida fuego justificaba las barbaries del temible Goyo Jeta ni el horror que resumen los informativos a diario justifican a Luzardo, ese justiciero anónimo. Pero allí están los hechos y la realidad profunda que anima al autor a presentar su tesis mediante una pregunta que le formula Sánchez a Luzardo: “¿Y usted cree que los pocos años que van de 1904 a la dictadura de Terra y de la de Baldomir al golpe del 73, o al asalto al Tiro Suizo, según quien escriba la historia, alcanzan para civilizar a un país cuyos habitantes se vienen matando unos a otros desde que el territorio existe?”.

Somos la tierra purpúrea, tal y como nos bautizó Hudson, esa es la teoría. Y no solo en las páginas del siglo XIX, sino también en las del XX y en las del XXI. La discusión aparente entre los dos protagonistas -uno convencido de la legitimidad de la violencia y el otro de la santidad de la violencia- lo que retrata es un ethos nacional violento. La insuficiencia explicativa de la teoría de los dos demonios, pero la cruda verdad de que fueron demonios que se enseñorearon en nosotros.

Es allí y entonces donde ingresan los caballos del título, los que Luzardo -el vengador- ama y bien conoce. Esos animales de media tonelada que son gregarios, claustrofóbicos, noctámbulos, jerárquicos. Que siempre tienen miedo y desconfianza, que tienen una memoria fuera de lo común y que son esencialmente haraganes. Ante ellos, los seres humanos tienen actitudes diversas: unos los utilizan como fuerza de trabajo, otros los castigan sin piedad; unos se solazan mirándolos y cuidándolos, porque admiran su enorme belleza, esa que los incorporó al escudo nacional como símbolo de libertad; mientras otros los roban para llevarlos al frigorífico, porque a otros les gusta la carne dulce. El amplio abanico de la naturaleza humana es la única cuota de esperanza que se abre paso en medio del panorama de violencia que desfila por los informativos televisivos cada tardecita, como desfiló por las llanuras orientales, en épocas de lanza y sable.

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