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El legado y la despedida

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Poetas, ensayistas, autores de ficción, periodistas, cientistas sociales, dibujantes, autores de cómics, editores, correctores y las respectivas familias que acompañaron los procesos creativos que todo libro encierra, esperaban con ilusión que se revelaran los ganadores de las respectivas ternas.

Poetas, ensayistas, autores de ficción, periodistas, cientistas sociales, dibujantes, autores de cómics, editores, correctores y las respectivas familias que acompañaron los procesos creativos que todo libro encierra, esperaban con ilusión que se revelaran los ganadores de las respectivas ternas.

Este año la ceremonia de entrega de los premios Bartolomé Hidalgo, realizada el sábado 3 del corriente, incluyó un sentido homenaje a Carlos Maggi, cuya foto, de brazos abiertos en gesto triunfante, a sus alegres 92 años, con el paisaje veneciano de fondo, transmitía la vitalidad que presidió su vida y -como por contagio- toda la ceremonia de premiación.

Entre el Bartolomé entregado al joven Federico Ivanier y el que se llevó Andrea di Candia; entre el que premió la señera poesía de Circe Maia y el que galardonó a Jorge Arbeleche; entre el que inauguró el rubro Relato Gráfico coronando ganador a Luis Ernesto “Tunda” Prada y el que distinguió al periodista Gerardo Sotelo; entre el sobrio discurso de Carlos Zubillaga y la indisimulada satisfacción con que lo recibió Roberto Appratto, se leyeron fragmentos de ese estupendo autor que fue Maggi.

Vino bien recordar esa faceta suya, porque el columnista de El País y el contertulio de los viernes de En Perspectiva -tareas que le depararon tanto cariño por parte de la gente- opacaron al autor y guionista de teatro, cine y ópera. ¡Cuánta vigencia y fino humor, qué sagacidad, qué afilada pluma surreal y con qué puntería asestaba con ella en el corazón de la realidad!

Uno de los fragmentos leídos fue del “Frutos” que Maggi escribió para teatro y que encarnó brillantemente Walter Reyno. Un secretario político le demanda una rápida declaración de guerra a un Fructuoso Rivera ataviado de babucha y turbante, porque se apronta para un baile de disfraces. Obliga al secretario a mirarse junto a él en el espejo y a reconocer lo ridículo de su apariencia, que contrasta con la terrible decisión que tiene que tomar: enviar a matar y morir a gente que en ese mismo momento, como ellos, se ocupan de frivolidades cotidianas que hacen a la vida. En otro pasaje, un irónico aforismo clasifica a la democracia como el único sistema capaz de garantizar la salida en paz de los terribles problemas que crea… la democracia. Escenas ubicadas en la trastienda, la biblioteca, el velorio o el almacén, mueven a asombro, a reflexión crítica, a carcajada.

Al regresar a las premiaciones, cada discurso de agradecimiento evocó la fantasmal presencia de otros maestros de las letras, esos que en el momento justo dieron el empujón o el ejemplo oportuno a seguir. Otros estaban entre el público, con su gloria y sus años a cuestas. Fueron y son la herencia intelectual.

Sin embargo, es hora de admitir que la del 45 se ha ido y “la generación del 60” recibió, en la persona de Jorge Arbeleche, el Bartolomé a la trayectoria. No casualmente. ¿Hay recambio generacional? Sobre todo me pregunto: ¿quiénes desafiarán a los poderes (en plural), sin abandonar la búsqueda del diálogo que garantice la necesaria pluralidad?

Si no fuera por esos autores jóvenes y no tan jóvenes (pero vitales) que posan sonrientes para la foto de los premiados en la edición 2015, sería para sentir miedo. Porque más allá de la confianza iluminista que se tenga en ellos y sus libros, ni la fuerza vital de Maggi logra mitigar ese desamparo en que nos dejan los maestros que se van.

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Ana Ribeiro

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