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Éxodos de otros

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Pese a que protagonizamos un “éxodo” con nombre de derrota y pese a que casi todos tenemos antepasados que descendieron de los barcos, algo sucedido entre nosotros en los últimos días que nos obliga a recordar los qué, cómo y porqué de la emigración.

Pese a que protagonizamos un “éxodo” con nombre de derrota y pese a que casi todos tenemos antepasados que descendieron de los barcos, algo sucedido entre nosotros en los últimos días que nos obliga a recordar los qué, cómo y porqué de la emigración.

No me refiero a las razones obvias a nivel mundial: la foto del pequeño niño sirio muerto en la orilla; la cantidad de personas que caminan desesperadas buscando huir, superando las -hasta ahora imbatibles- cifras de desplazados registradas durante la Segunda Guerra Mundial; al desafío que vive Europa, dividida entre el miedo y la piedad, la xenofobia o la solidaridad.

No, me refiero a ese gigantesco espejo que nos pusieron enfrente los refugiados sirios que desean abandonar nuestro país. Primero sentí una suerte de ofensa, luego aplaqué la misma cuando la jovencita siria que hablaba español como no lo hacían sus mayores sonrió al decir que la gente aquí era muy buena; luego vi llorar al anciano y recordé cuánto duele el desarraigo.

El Uruguay moderno es producto de la inmigración masiva que comenzó a llegar a partir de 1870 y lo hizo en forma constante, aunque con vaivenes, hasta 1960. Aquellos vascos hacendosos se sumaron a españoles de los más diversos pueblos y ciudades (porque aproximadamente el 30% de los emigrantes que recibimos procedían de la península Ibérica) y a los franceses, ingleses, italianos, polacos, rusos, etc. que pueblan los álbumes de fotos familiares de los uruguayos. La crisis del 29 nos convirtió por algunos años en un país que se negó a recibir a los que no tuvieran recursos económicos suficientes para solventar su estadía por espacio de año y medio, amén de una serie de condicionantes que bien le valieron a la Ley N° 8.868 el nombre de Ley de indeseables. La isla de Flores como lugar de cuarentena, el horno crematorio para eliminar todo vestigio de enfermedad contagiosa de la cual pudieran ser portadores los que murieran durante esos 40 días; el Hotel de los Inmigrantes en suelo montevideano, limpio a fuerza de la potente creolina, fueron algunas de las estampas que quedaron para siempre en la memoria de los que llegaban.

Revocada la ley, restablecidas plenamente las relaciones diplomáticas con España -cuya guerra civil fue la antesala de la conflagración mundial- la última oleada de españoles llegó entre 1948 y 1960: 30.000 personas que procedían generalmente de los ámbitos rurales. Hambre, miedo, muerte, frío, desnudez, desesperanza. Aferrados a vírgenes y escapularios, amparados por políticas estatales que -con sus claroscuros- permitieron que aquel “caldero fundente” realmente se compactara, los recién llegados manifestaron cumplir a cabalidad con una de las reglas del inmigrante: convertirse en grandes trabajadores. También demostraron saber crear sus propias redes de identidad y solidaridad, esas sociedades de fomento y ayuda mutua que legaron luego al país, como uno de sus mayores aportes en materia de previsión social e integración.

Uruguay supo ofrecerles entonces una tierra de paz, de enseñanza niveladora y gratuita, de oportunidades. ¿Que nos muestra hoy ese espejo que desplegaron los sirios en la Plaza Independencia? Solidaridad, tuvimos bastante (también resquemores); inseguridad y carestía, sí, les dimos a manos llenas las mismas que todos vivimos a diario. En definitiva, ese espejo nos dice lo mismo que a la madrastra de Blancanieves: ya no somos los más bonitos.

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Ana Ribeiro

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