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Ese venerable anciano

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Ana Ribeiro
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Tiene problemas y es lógico, ya que está por cumplir un siglo.

Por eso, con escáners tan potentes y desconocidos que concitan la curiosidad de los técnicos uruguayos, llegaron especialistas rusos a dar su diagnóstico sobre sus fortalezas y debilidades. La idea es restaurarlo para su centenario, de forma que recupere su brillo inaugural. Ese, que causó el asombro del príncipe Humberto en 1924, cuando llegó de visita a Montevideo como el heredero de la corona italiana. La comitiva oficial lo llevó a visitar el "Palacio de Mármol", porque aunque algunos lo criticaban como un gasto excesivo, sin duda era lo mejor que teníamos en nuestro acervo edilicio.

"Como siempre que se recorre la obra —comentó la prensa nacional— fue el soberbio, el estupendo salón de Pasos Perdidos lo que admiraba más. La riqueza de nuestros mármoles y pórfidos resplandecían miliunanochesca, verdaderamente. Sus altas columnas, con sus partes de bronce, evocaban descripciones orientales.

En un principio hubo huésped que pensó que aquellas piezas suntuarias que formaban el revestimiento habían sido traídas de todas las partes del mundo. Grande fue la sorpresa, pues, al enterarse de que las canteras se hallaban todas a una distancia relativamente pequeña de Montevideo. Los bellísimo, los magnífico, maraviglioso se sucedían en todas las horas. El propio Príncipe, tan parco de palabras siempre, repetía los adjetivos encomiásticos".

La ley que avaló la construcción de un edificio que sustituiría al antiguo Cabildo, como lugar de asiento del Poder Legislativo, fue sancionada el 22 de agosto de 1902. Una vez aprobados los recursos se formó una Comisión encargada de la construcción, siendo su presidente el entonces senador José Batlle y Ordóñez. Las obras se iniciaron recién en 1908, cuatro años después de finalizada la guerra civil que enfrentó a blancos y colorados en los campos de batalla. El proyecto ganador del concurso convocado fue el del italiano Víctor Meano, quien dirigía por entonces la construcción del Palacio del Congreso de Buenos Aires.

Dos hechos alteraron el proyecto antes del inicio de las obras: el cambio de predio para el emplazamiento (dándole un mayor espacio y haciendo coincidir el futuro Palacio de las Leyes con una cima, ubicada en el nuevo trazado de avenidas que embellecería la ciudad) y la prematura muerte del arquitecto Meano.

Hubo nueva licitación y fueron los arquitectos Vázquez Varela y Banchini los seleccionados para llevar a cabo la obra. Introdujeron cambios significativos, sin perder la silueta neoclásica trazada por Meano. Fue más adelante que se apostó a la ampulosidad, dotando al edificio de revestimientos en mármoles policromos, granitos y pórfidos, tanto por dentro como por fuera. La industria marmolística nacional adquirió entonces una demanda y un destaque desconocidos.

El arquitecto Gaetano Moretti fue el encargado de estimar qué modificaciones eran necesarias en los planos para que el edificio pudiera ser revestido. Todo pa-só por sus ojos y supervisión: la combinación cromática, el diseño de líneas, los materiales, el detalle de los dibujos de los herrajes, los vitraux, el mobiliario, la decoración de los pórticos, de la biblioteca y la Sala de Fiestas, los frisos que encargó a Giannino Castiglioni, las imponentes columnatas. Las imágenes y símbolos se movían por los frisos y bajorrelieves: sembradores recios, trabajadores industriales, jinetes airosos, leones postrados, Hércules triunfantes, alegorías femeninas de la constitución, la justicia, las leyes, la libertad, la victoria. Las cariátides, altivas y hermosas, coronaban el edificio.

El ingeniero uruguayo José Foglia complementó la labor atendiendo las necesidades técnicas para dotarlo de aereación, alumbrado, calefacción, saneamiento, abastecimiento de agua y servicio de ascensores. Tres importantes pintores fueron convocados para pintar obras de grandes proporciones sobre el Éxodo, la Jura de la Constitución y el encuentro de las fuerzas de Artigas y Rondeau en el Cerrito, los coloristas Pedro Blanes Viale, Manuel Rosé y Ernesto Laroche, de paleta más sobria. Más modestamente, 600 obreros dejaron su firma en sus paredes y unos 2.500 trabajaron indirectamente en los materiales que lo hicieron posible.

El Libro del Centenario, publicado en 1930, destacaba el significado de toda esa magnificencia: realzar "la pureza del sufragio y la expresión de la verdadera soberanía popular que hace a las naciones fuertes y progresistas, dentro de normas de respeto a todos los derechos y deberes consagrados por la Constitución". La legislación electoral, que al precio sacrificial de tanta sangre garantizaba la participación de las minorías y mayorías en proporción a su número, era la que cosechaba los mayores elogios. Porque asombraba como lo hacen las conquistas recientes, porque hacía apenas dos décadas dirimían sus diferencias en el campo de batalla, porque Saravia —antes de caer en Masoller— ordenaba a los suyos ir a votar, pero sin dejar de comprar armas para defender el voto con ellas, si era necesario.

"Pocos países del mundo —decía el ya citado Libro— tienen como el Uruguay una legislación tan avanzada y completa en materia electoral. En ella se contemplan todos los postulados democráticos, se hace efectiva, real y cierta la soberanía popular, se establecen normas seguras para evitar la comisión del fraude, y se garante, por consiguiente, la representación que en la constitución de los Poderes Públicos corresponde a los diversos núcleos de opinión partidaria en que se divida la masa ciudadana del país".

El Palacio era una alabanza al sistema de convivencia alcanzado, al cierre del ciclo de guerras civiles, a la consolidación del sistema de partidos, a la democracia. Un símbolo encaramado en lo alto de las avenidas, posicionando al Poder Legislativo como la clave de bóveda del sistema político. No lo dirán los escáneres (ocupados en detectar humedades, fisuras, desgastes), por eso es bueno recordarlo.

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