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Diálogo calificado

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El fin de la política es asegurar la vida de cada individuo y de la comunidad a la que pertenece, esa “polis” a la que cada ciudadano se integra por medio de la acción y la palabra y que tiene su centro en el “ágora”, el espacio para el diálogo. La libertad radica en ese diálogo entre iguales que hace posible la convivencia.

El fin de la política es asegurar la vida de cada individuo y de la comunidad a la que pertenece, esa “polis” a la que cada ciudadano se integra por medio de la acción y la palabra y que tiene su centro en el “ágora”, el espacio para el diálogo. La libertad radica en ese diálogo entre iguales que hace posible la convivencia.

No es un arte menor, el que se exhibe en el ágora, porque dialogar no es fácil. A nosotros nos llevó casi un siglo alcanzar formas superiores de entendimiento entre los actores políticos, superar la etiqueta de “enemigo” y sustituirla por la de “adversario”. Batlle y Ordoñez no intercambió palabra alguna con Aparicio Saravia, salvo en la ficción, que hizo que se cruzaran casualmente el soñador hijo del presidente y un joven Aparicio que se había escapado del colegio montevideano para retornar a sus pagos. No eran aún quienes serían en su destino político ulterior. Así de sutil fue el encuentro ucrónico que imaginó Hugo Burel.

La realidad no fue menos imaginativa, cuando, a la muerte de Manuel Oribe, el caudillo colorado Venancio Flores cabalgó desde Entre Ríos durante toda la noche, para llegar junto al cadáver del caudillo blanco, besarle la frente y permanecer a su lado en respetuoso silencio. Fue una de las pocas excepciones, en un siglo XIX que se resistía a abandonar la acción guerrera en aras de las luchas electorales.

Ya casi finalizaba el siglo cuando Eduardo Acevedo Díaz y Julio Herrera se destrataron mutuamente en la prensa, dejando constancia de la violencia que condensaban por entonces las palabras. Sus injurias —le dijo Eduardo Acevedo Díaz— “no merecen otra contestación que un latigazo en el rostro que daría a usted si lo tuviera a mi alcance; pero basta la intención y delo por recibido de mi mano”. Herrera le contestó inmediatamente: “los latigazos en el rostro se devuelven con un balazo en la frente: déselo por pegado de mi mano. A los zonzos de su clase, que andan a la pesca del escenario en que exhibirse en traje de matón de zarzuela, se les mata con el desprecio: téngase usted por muerto”. Los latigazos y balazos de papel representaban un avance, en aquel siglo en el que se fusiló a varios chasques, por entregar cartas cuyo contenido o propuesta ofendía al destinatario.

El camino de aprendizaje fue muy largo. Si bien el país pudo sentirse orgulloso de la democracia que maduró en el siglo XX, hasta 1992, los floretes y la sangre del honor derramada en los duelos, recreaban simbólicamente los viejos campos de batalla. Cuando finalmente se impuso, el diálogo político demostró ser un instrumento elevado y capaz de enfrentar, incluso, un período dictatorial. Hubo diálogos mantenidos en ámbitos gubernamentales o en casas particulares, legales o en clandestinidad; sellados con apretones de mano que fueron fotografiados por la prensa, o mantenidos en secreto por décadas. Hubo conversaciones, persuasiones y monólogos; Seregni dijo “regresen a sus casas” y Wilson dijo “gobernabilidad”.

Esos grandes dialoguistas, de todos los partidos, nos enseñaron que intercambiar información es imprescendible para la toma de decisiones que dirigentes y ciudadanos deben hacer en democracia. Que los que dialogan son iguales, porque a quien se insulta o demoniza no se le considera un igual. Nos enseñaron, en definitiva, que media un abismo entre el diálogo calificado y las descalificaciones.

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Ana Ribeiro

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