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Cocinar y estudiar

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Ana Ribeiro
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Nosotros queremos que la mayor aspiración de los jóvenes sea ganar un concurso de cocina? ¿Queremos eso? Con todo respeto lo digo", fue la frase de la ministra Cosse que me movió a reflexión.

Lo dijo en medio de una conversación en la que instaba a los jóvenes a estudiar, algo que sin duda todos los adultos compartimos. Sin embargo, el valor de la cocina me parece de rango diferente pero no inferior al de la construcción de un satélite, como tampoco estimo menor el fenómeno mediático de los programas televisivos que entronizan un chef.

Cocinar frente a las cámaras es un formato de larga data. Comenzaron con delantal y gorro blanco, evolucionando luego hacia la mesa con celebridades y —más actualmente— al proceso gastronómico creativo como el protagonista mayor. Comenzaron destinados a las amas de casa y actualmente lo hacen para todo público, concitando picos de audiencia y alimentando la agenda de conversaciones cotidianas, verdaderos fenómenos globales de integración comunicacional.

Detrás de esos cambios hay varios factores sociológicos a tener en cuenta. Un ritmo de vida más acelerado, el trabajo de la mujer fuera de su casa, la proliferación de alimentos envasados y precocidos, la exploración culinaria, la globalización de los ingredientes, la consolidación de nuevos conceptos de restaurantes y —fundamentalmente— cambios significativos en la concepción del cuerpo. Cambios inquietantes, porque mientras los grandes cocineros nos enseñan a disfrutar los sabores, el sistema médico nos insta a comer sano para prevenir o combatir enfermedades, y los asesores de canastas familiares nos indican qué y dónde comprar para llegar a fin de mes, mientras la industria propone todo: comer rápido, precocido, desgrasado, light, sin gluten o saborizado artificialmente.

El gusto, que solemos creer bastión de la individualidad, es producto del aprendizaje, porque se aprende a gustar como se aprende a hablar y por eso es uno de los elementos claves para la reproducción de estructuras sociales y está dotado de enorme fuerza organizadora. Ya lo sabía Montesquieu cuando escribió Ensayo sobre el gusto, en 1758.

Hoy en día está siendo educado para consumir pescado "crudo" condimentado solo con limón como el cebiche, o esas fibras que antes considerábamos solo forraje animal, o ensaladas que son platos en sí mismas y ya no modestas guarniciones. Los nuevos chefs contribuyen a esa educación del gusto, estableciendo vasos comunicantes entre los platos "de ricos" y la cocina popular "de pobres"; conectando tradiciones, instalando productos, reflejando ese mundo global en el que coexisten el sibaritismo y el hambre.

Dado que no hemos modificado de raíz nuestra estructura productiva y seguimos siendo proveedores de materias primas tan ligadas a la cocina como lo son las carnes, los lácteos o los granos, deberíamos enseñar a pensar la cocina. A estudiar el impacto de la industria alimentaria en nuestro continente, cuna del café, la papa, el cacao, eterno proveedor de materia prima. A desentrañar el camino seguido por las tradiciones y las nuevas tendencias gastronómicas mundiales, porque sin duda determinarán nuestras demandas y porque deberían determinar también nuestras ofertas, con suficiente planificación y una fuerte apuesta a la elaboración. Cocinar, estudiar, ofertar.

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