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Clarines del pasado

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ANA RIBEIRO
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Cuando nuestros libros de Historia tratan del Paraguay es para mencionar los treinta años finales de la vida de José Artigas (1820-1850), repartidos entre Curuguaty y Asunción, o para referirse a la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870).

Ni la Guerra del Chaco, ni la Provincia Gigante del Paraguay como la unidad territorial primera de toda la región rioplatense, ni la rica experiencia jesuita y misionera, ni la larga dictadura de Stroessner.

La Guerra y Artigas son los temas que concitan la atención de algunos (pocos) historiadores y ensayistas uruguayos. Lo notable es la relación que hay entre estos dos hechos, aparentemente distantes e inconexos.

Guerra Guazú la llaman los paraguayos, porque para ellos fue, por sobre cualquier otro rasgo, grande: en pérdidas humanas, territoriales y materiales; en dolor. Desde el primer momento se registraron crónicas sobre la participación de los contingentes uruguayos. Entre ellas se destacaron las páginas en que León de Palleja describió la dureza con que el territorio paraguayo recibía a los extranjeros: “Ha hecho hoy un día infernal. Un viento fuertísimo del nordeste levantaba nubes de arena y tierra y los traía sobre el campamento dejándonos ciegos. Todos estábamos cubiertos de tierra de pies a cabeza; nubes de moscas y hasta un calor sofocante, han hecho que pasáramos un día de los más crueles que puede imaginarse. La tropa, a causa de las bombas, hay que tenerla en las zapas, la arena los tapa y los sofoca”.

Por su parte, el coronel Cándido Róbido dejó un retrato de la resistencia ofrecida por los hombres de aquel territorio, al describir crudamente la batalla de Yatay: “Los paraguayos pelearon como unos tigres y se defendieron como leones, pero a pesar de eso los vencimos y el que no murió fue herido o prisionero, siendo pocos los que pudieron pasar a nado a una isla del Uruguay. Nuestra marcha, puede decirse, fue sobre cadáveres, pues estos infelices, dignos de defender mejor causa, difícilmente se rendían, había que matarlos”.

En 1885, el General Máximo Santos, que había peleado en Paraguay, decidió devolver los trofeos de guerra, porque entendió que esas escopetas, lanzas y banderas, rotas y manchadas de sangre, estaban expuestas al escarnio público. “Sentí pena, rubor, remordimiento” -explicó- porque “esos trofeos podían haber significado para nosotros una gloria, pero en las condiciones actuales de pueblo a pueblo, no representaban sino una hiriente vanidad póstuma”.

Los trofeos fueron devueltos en 1885, registrándose devolución de banderas remanentes también en 1915 y 1930. Todas las veces provocaron en los paraguayos una enorme manifestación colectiva de emoción. Una concurrencia masiva de viudas, huérfanos, viejos soldados, niños. Una invariable cadena de vivas al Paraguay y al Uruguay, en profundo agradecimiento.

El mismo Máximo Santos que devolvía los trofeos era el que iniciaba la deconstrucción de la leyenda negra antiartiguista creada desde la historiografía argentina por plumas como las de Mitre, el Deán Funes. Comenzó prohibiendo el uso del libro de Francisco Berra, un muy buen escritor argentino radicado en Uruguay, que era muy crítico con el caudillo oriental.

Continuó luego con elogios y homenajes varios, que exaltaron la visión política, la obra, el valor militar y la representación plástica de Artigas, hasta darle el rostro que Blanes ideó para el caudillo del cual no habían daguerrotipos. Culminó proyectando un gran monumento que recién adquirió forma cuatro décadas más tarde, con el gigante de imponente cabalgadura proyectado por el escultor Zanelli. De tal forma se relacionaron los dos hechos, que en las visitas cívicas que se intercambiaban Uruguay y Paraguay, unos agradecían el asilo brindado al prócer nacional y otros la devolución de los viejos símbolos.

Esos gestos le dieron entidad y reconocimiento a los paraguayos, a los cuales se les elogió lo que señalara Cándido Róbido: que pelearon como tigres. A ellos eso les valió de factor identitario, mientras que a los uruguayos, ese enemigo dignificado por su heroísmo y gratificado mínimamente con el gesto simbólico de devolución de los trofeos, les permitió tomar distancia respecto a un episodio incómodo para la memoria. A los intelectuales principistas, que tanto participarían en las polémicas que fueron encumbrando y rescatando el nombre de Artigas, ese “alivio” argumental les permitió mantener diferentes matices de opinión. Porque algunos entendían que la guerra había sido una necesaria misión civilizadora, como fundamentó en nombre del partido colorado el diputado Julio María Sosa, para quien la Triple Alianza representaba la civilización y el progreso y un acto de autodefensa del Uruguay ante el intento del Mariscal López por imponernos “toda la barbarie de un alma indígena”. Mientras que otros -como lo haría Luis Alberto de Herrera- pensaban que había sido un “tremendo desastre” de graves consecuencias, “porque aniquilando al Paraguay perdimos un hermano y un aliado natural en las eventualidades futuras”.

Sin embargo, desde ambas posiciones políticas sobre la Guerra Guazú se evocaba a Artigas. El General Santos devolvió las ensangrentadas banderas, pero alineó la memoria del pasado en línea recta, estableciendo continuidad entre la gesta de Artigas, la Guerra Grande librada contra el tirano Rosas y la Guerra de la Triple Alianza contra el tirano Francisco Solano López. Mientas que L. A. de Herrera reclamaba justicia para los paraguayos señalando un claro camino a seguir: el mismo que Artigas en el pasado, el ensamble entre la “patria chica” y la “patria grande” americana.

Lo curioso es cómo, en nuestro relato histórico se fue diluyendo la gratitud por el asilo brindado a Artigas en Paraguay, convirtiéndolo en un período de cárcel y castigo del héroe, que se engrandece en el sufrimiento de no poder regresar. Aunque más no sea para explicar ese cambio historiográfico, los tiempos actuales nos obligan a mirar a Paraguay con mayor detención. Nos lo debemos.

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