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Antes cacique

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La actuación del colectivo Choñik (descendientes de la nación Charrúa) en los primeros juegos mundiales de los pueblos indígenas que tuvieron lugar en Tocantins, Brasil y la posterior protesta del antropólogo Daniel Vidart, declarándose “en perpetua lucha contra la fantasía y el esnobismo, para hacer luces en las tinieblas de la ignorancia y la viveza criolla”, puso el tema indígenas sobre la mesa.

La actuación del colectivo Choñik (descendientes de la nación Charrúa) en los primeros juegos mundiales de los pueblos indígenas que tuvieron lugar en Tocantins, Brasil y la posterior protesta del antropólogo Daniel Vidart, declarándose “en perpetua lucha contra la fantasía y el esnobismo, para hacer luces en las tinieblas de la ignorancia y la viveza criolla”, puso el tema indígenas sobre la mesa.

Tema sobre el cual los uruguayos estereotipamos en demasía, asignándole a todo rastro indígena la condición de “charrúa”. Minuanes, bohanes o guaraníes, algunos de los cuales fueron más numerosos y más determinantes en nuestra historia, suelen tener “menos prensa”.
El día de los muertos, conmemorado este pasado lunes, permitió recordar uno de tantos casos que ilustran sobre la diversidad étnica de la región platense durante el siglo XIX. Hay una tumba que testimonia, hasta nuestros días, esa transculturalidad.

En el actual departamento de Colonia se estableció, hacia 1839, la sociedad que tomó su nombre del lugar: Rincón del Pichinango. Había sido formada en París por Pusell, Bavoisier y Cristofer y tenía un casco de estancia muy grande construido en la parte alta de un cerro, rodeado por el río. Allí se criaba rebaño Merino, bueyes, caballos, mulas, había un acopio gigantesco de leña y losas de piedra del lugar, plantaciones de trigo, maíz y varias hectáreas de árboles frutales.

La Guerra Grande golpeó duramente al establecimiento, cuando las tropas de Oribe arrestaron a los franceses y confiscaron parte de sus bienes. Finalizada la guerra, la sociedad cambió de dueño, pasando a manos de unos ingleses que recibieron los desmejorados restos del lugar y una especie de herencia viva: el “indio Feliciano”. Había llegado con Pusell desde las cordilleras y se afincó para siempre en el establecimiento. Era muy bajo de estatura y hablaba poco. Sus cánticos y danzas, que afloraban escasamente en algunos días de fiestas, siempre y cuando mediara suficiente alcohol, resultaban desconocidos para todos. Ese misterio, llamativo al principio, pronto fue opacado por la fama de Feliciano con los caballos, pues no había animal que se resistiera a su modalidad de doma, basada en la paciencia.

Sirvió a los nuevos dueños con la misma fidelidad que a Pusell, hasta que -ya muy anciano- un caballo le propinó un golpe mortal. Los ingleses lo enterraron en el Cementerio Protestante de Nueva Helvecia, con una lápida que decía: “Feliciano Corepa falleció el 21 de febrero de 1874 en la Estancia Pichinango a la edad de 95 años y después de cincuenta años de servicio en dicho establecimiento siempre a satisfacción de los dueños”.

El hecho no sería extraordinario, a no ser por el árbol de almezo, tan exótico como inmenso, que creció desde debajo de la lápida. Algunos recordaron que con Pusell había llegado un médico, Bavoisier, que había traído ejemplares de todo tipo de árboles del Jardín Botánico de París para la granja del Cerro de Pichinango; otros creyeron que Feliciano llevaba la semilla en sus bolsillos y adjudicaron la pujanza del árbol a sus huesos. Lo poco que se sabe del origen étnico del indio proviene de la atención que despertó el árbol y del gesto de un picapedrero italiano, llamado Carlos Cloli, que algunos años después grabó esta frase en la cruz de piedra, al pie del frondoso almezo: “Feliciano Corepa, antes cacique de los Andes”.

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Ana Ribeiro

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