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Biblioteca y cochambre

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Una biblioteca no es otra cosa que un domicilio o ilustre asamblea en que se reúnen como de asiento, todos los sublimes genios del orbe literario (…), el foco en que reconcentran las luces más brillantes que se han esparcido por los sabios de todos los países y de todos los tiempos”.

Una biblioteca no es otra cosa que un domicilio o ilustre asamblea en que se reúnen como de asiento, todos los sublimes genios del orbe literario (…), el foco en que reconcentran las luces más brillantes que se han esparcido por los sabios de todos los países y de todos los tiempos”.

Así la definió Dámaso Antonio Larrañaga, el 26 de mayo de 1816, al inaugurar la primera biblioteca pública, que reunía la entonces importante suma de 5.000 libros. No era un esfuerzo menor para los orientales de la época, dado que hacía cinco años que vivían en estado de guerra, durante los cuales habían protagonizado dos sitios y la peregrinación del “éxodo”. Guerra que no parecía darles tregua, pues estaban a pocos meses de ser invadidos por los portugueses, que llegaron por mar y tierra, en once buques de guerra y con un millón de balas a disposición de su implacable ejército. La biblioteca sobrevivió a esa y otras guerras, se convirtió en la Biblioteca Nacional del Uruguay y hasta fue refugio de la fabulosa Biblioteca Imperial china.

Hoy alberga alrededor de 850.000 libros, además de 23.000 títulos de publicaciones periódicas, innumerables mapas, fotos, planos y partituras. También incunables como las “Etimologías” que Isidoro de Sevilla escribió en 1498, o los ejemplares de la Gazeta de Montevideo de 1810. A eso se suman varias colecciones de manuscritos, de Acuña de Figueroa, José Enrique Rodó, Juana de Ibarbourou o Líber Falco, o las más recientes incorporaciones, como las bibliotecas y papeles de José Pedro Diaz y de Aníbal Barrios Pintos.

Sus intalaciones hacen honor a esta riqueza y lucen impecables y limpias. Hay una moderna sala en la que se puede trabajar con material propio y disponer de wi-fi y otras en que reina el silencio que requiere la concentración; el material más frágil se microfilma, se hace investigación literaria e histórica y se editan colecciones honran ese acervo.

Pero, lamentablemente, la guerra en medio de la cual la biblioteca nació parece haberse apoderado de su entorno. No son los soldados de Lecor, claro está, sino un enemigo de múltiples tentáculos que solo puede definirse con una palabra: cochambre. Cientos de grafittis y pegatinas proclaman candidatos, llaman a defender a los perros de la pirotecnica, dan consejos existenciales (“embriágate de vida todos los días”), advierten (“jóvenes en peligro”) o confiesan amores imposibles a alguna María o Susana. Embadurnan mármoles, columnas, relieves y bronces.

Un servicio de guarda parques vigila el pasaje Frugoni, lindero entre la biblioteca y la Universidad. En ese callejón estrecho se ha desvanecido la tinta de algunas frases que datan de hace dos años: desde entonces no han permitido que proliferen nuevos mensajes, aunque tampoco han podido limpiar esas huellas de pasados desbordes. En cambio en la fachada —telón de fondo de las estatuas de Cervantes y Sócrates—, está aún tibia la última pegotina. Es probable que mientras usted lee esto estén superponiéndole otra, para desesperación de la dirección de la biblioteca, sus funcionarios y usuarios, porque allí no rige la vigilancia del guarda parques.

No es diferente al desaseo y desprecio por los espacios públicos (culpa colectiva, si las hay) que se extiende por toda la ciudad, pero en ese lugar se constituye en un símbolo y cobra una fuerza de ultraje que indigna y asusta.

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Ana Ribeiro

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