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Autoría

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Ana Ribeiro
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Quiere escribir un libro. Quiere recorrer el significado de la palabra autoría y hacer el camino que va de "categoría de quien crea o causa algo, ejemplo: autoría del atentado", al mucho más elegante "calidad de autor de una obra artística o científica". Quiere dar a conocer su historia y "su verdad", de acuerdo a las declaraciones de sus familiares, que dan prueba de su condición de autor con las 500 páginas que ya llevaba escritas en prisión, antes de fugarse en busca del dinero que le permitiera editar su "Diario íntimo de un delincuente".

Editar es caro, eso es cierto. También lo es que Anthony Martín Rodríguez Silvera (el Pato Feo) no será el primero que encuentre inspiración literaria entre oscuros muros carcelarios. El mismísimo Cervantes estuvo preso en dos ocasiones: la primera en Córdoba, por haber vendido trigo sin autorización; la segunda en la Cárcel Real de Sevilla, acusado de quedarse con parte de los impuestos de los que era recaudador oficial. En Sevilla suelen repetir que fue allí que comenzó a escribir el Quijote.

Otro caso notorio fue el de Jack Henry Abbott, presidiario que le ofreció ayuda a Norman Mailer cuando estaba escribiendo "La canción del verdugo", la historia de un presidiario que reclamaba le aplica- ran la pena de muerte por sus delitos. Mailer terminó deslumbrado por la prosa y la vida de Abbott, autor de autorías criminales varias, que se hizo literariamente a pura lectura autodidacta.

El libro se llamó "En el vientre de la bestia" y le valió a Abbott la libertad condicional. La disfrutó hasta que entró a un café de Manhattan y el camarero no le permitió ingresar a los baños por ser de uso privado. Lo acuchilló. Contó todo el episodio en un nuevo libro (del que no cobró derechos de autor) y —finalmente— se suicidó en su celda, ese no-lugar desde el que había denunciado un sistema deshumanizante que no rescata a nadie.

Las editoriales publicaron a Abbott como publicarán a Rodríguez. El público consumirá sus páginas, ávido por internarse en los entretelones de una vida que se presume mucho más interesante que la del promedio. Lo hará además para experimentar el papel de juez, porque un libro de estas características recrea un tribunal y el lector decide si es culpable o inocente. Él, el sistema jurídico y la sociedad toda. Hay adrenalina en sentirse parte del sistema delictivo de una sociedad entera. En ratificar la oscuridad, la promiscuidad y las miserias humanas que todos sabemos que hay tras esos muros. Hay algo conmovedor en ese esfuerzo por trascender el encierro. Hay algo patético en ese supuesto prestigio que dan los crímenes, garantizando horas de pantallas televisivas, decenas de titulares y la codiciada fama. Todos ellos son ingredientes suficientes para un éxito editorial.

En el "Diario" de Carolina María de Jesús —una morena que vivía en una favela de San Pablo, recogiendo cartón, botellas y papeles, se podía leer —entre descripción de basura y cansancio— un renglón como este: "Los niños les lanzan piedras a los huevones. Y ellos quieren golpear a los chamacos. Cuando me ven se calman, porque nadie quiere quedar incluido en mi Extraño Diario".

Hay que advertirle a Rodríguez que eso le puede pasar y que —además— no se ilusione demasiado con los derechos de autor. Son apenas el diez por ciento del precio de venta del libro.

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