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El asombro de Azara

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Félix de Azara murió el 20 de octubre de 1821, en su Barbuñales natal. Había iniciado su carrera en la universidad de Huesca, prosiguió en la Academia militar de Barcelona, luego en la infantería del ejército real y culminó con un nombre de altísimo prestigio en la ilustración española.

Félix de Azara murió el 20 de octubre de 1821, en su Barbuñales natal. Había iniciado su carrera en la universidad de Huesca, prosiguió en la Academia militar de Barcelona, luego en la infantería del ejército real y culminó con un nombre de altísimo prestigio en la ilustración española.

Una abreviatura científica, un pájaro, un roedor, una comadreja overa, una cresta lunar y una ciudad de Misiones (actual Argentina) llevan su nombre. Veinte años de su larga vida los pasó en el Río de la Plata.
Llegó a estas tierras como comisario encargado de delimitar el territorio español en la disputada frontera con Brasil, en el año 1781. Luego le encargaron estudiar el problema de los campos y diseñar planes de poblamiento, tarea en la que tuvo como Ayudante Mayor de Blandengues a José Artigas. Fueron años extenuantes: privaciones, animales peligrosos, ataques indígenas, enfrentamientos con “gauderios” y bandeirantes, enfermedades y penurias. “Encontrándome en un país inmenso, que me parecía desconocido, ignorando casi siempre lo que pasaba en Europa, desprovisto de libros y de conversaciones agradables e instructivas, no podía apenas ocuparme más que de los objetos que me presentaba la Naturaleza”, explicó.

Fue así que logró describir 448 especies, la mitad de las cuales eran desconocidas para el mundo. Si bien su trabajo más citado es la “Memoria sobre el estado rural del Río de la Plata”, se precisaron cuatro volúmenes para dar cuenta de su inventario de especies del Paraguay y del Plata. Goya, al retratarlo, lo hizo precisamente frente a dos anaqueles repletos de aves y mamíferos americanos disecados: muestras del continente que la ciencia española diagnosticaba, como parte del proceso de conquista.

Su enorme capacidad de observación no se limitó a vegetales y animales: la sociedad y los tipos humanos también los registró con agudeza. La ferocidad de los gauderios, la suciedad de sus ranchos y mujeres; las costumbres indígenas, su cultura material y creencias; la relación de esos escasos habitantes con el paisaje del lejano norte: todo fue registrado por Azara. “Los árboles escasean tanto que hacen fuego con cardos y con los huesos y sebos”, anotó incrédulo ante los hornos de ladrillo de Buenos Aires y Montevideo, en los que quemaban a centenares de ovejas y yeguas. Cuando no había majadas recurrían a una riqueza nada menor que también combustionaban impunemente: los duraznales que habían plantado los primeros pobladores. “También cortan bastante de las orillas de los arroyos” agregó, condenando la depredación.

Doscientos años después, el paisaje de la Banda Oriental ha cambiado notablemente, los eucaliptus y montes de pino han poblado el otrora “desierto” de bosques simétricos y altos destinados a la exportación maderera. Pero aún así el viejo monte criollo sigue siendo expoliado. La noticia de que en el departamento de Canelones se tomarán medidas para controlar y penar la destrucción de montes es muy buena, pero es -a la vez- la confirmación de una triste continuidad. Al igual que en los tiempos de Azara, obramos como si esos árboles achaparrados y de lentísimo crecimiento, óptimos para albergar pájaros y fauna nativa, fueran infinitos. Hasta cuando se convierten en obras de arte y se colocan en el Parque de las Esculturas del Edificio Libertad, algunos se han atrevido a disponer de ellos para hacer leña. ¿Seguimos siendo gauderios feroces?

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Ana Ribeiro

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