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Animales en escena

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ana ribeiro
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Alexandra Lucas Coelho es una destacada escritora portuguesa que convierte a los viajes en instancias de aprendizaje e introspección.

Lo demostró en su visita a Uruguay, invitada por la Cátedra Magallanes de la Universidad Católica del Uruguay a hablar sobre Río, territorio y viajes. Como corresponsal extranjera en Jerusalén escribió Oriente Próximo y Cuaderno Afgano. Viva México cubre su viaje por una sociedad que es algo más que pura violencia y asesinatos. Almacenamiento de la Mesopotamia surge cuando el ISIS descabeza por igual, tanto al arqueólogo encargado como a las múltiples estatuas de la antigua Palmira, Patrimonio Mundial de la Humanidad.

Luego vino Río de Janeiro, destino evocado en Orlando y el rinoceronte, obra dirigida a niños y jóvenes, en la cual el enorme animal del título es el motivo para explorar el pasado de Portugal y de su colonia, Brasil. Es un personaje de ficción en sus páginas, pero homenajea al rinoceronte de carne y hueso que vieron los portugueses en 1515.

Hacía unos mil años que nadie veía uno en suelo europeo cuando el Sultán de Gujarat, Muzaffar II, envió un ejemplar al gobernador de la India portuguesa, para que se lo hiciera llegar como presente al rey Manuel I de Portugal. El activo comercio que giraba en torno a la ruta de las especias, abierta por los portugueses, incluía regalos exóticos, marfiles, biombos inmensos, piedras preciosas, inciensos, seda. Un animal de dos mil quilos, capaz de aterrorizar a los elefantes, era un presente llamativo y ganaría voluntades, además de admiración.

El animal salió del puerto de Goa en una travesía que insumió cuatro meses, bordeando el Cabo de Buena Esperanza, hasta llegar a Lisboa. Lo alimentaron con forrajes y arroz hasta que desembarcó cerca de la Torre de Belén, que estaba en plena construcción. Las gárgolas de la Torre tomaron forma de rinoceronte, como recuerdo de lo que el animal significó para la ciudad. De allí lo trasladaron al Palacio de las Fieras, en el que el rey atesoraba animales de distinta procedencia, entre ellos, varios elefantes que eran consecuencia del “imperium” de Portugal, co-mo potencia mercantil, en territorio indio. Los portugueses acudieron por miles a ver al Rhinoceros unicornis, con la inmensidad de sus tres metros y medio de largo, su metro ochenta de alto, su piel dividida en placas como si fueran corazas y su único cuerno, sobre la nariz.

Al mes, el rey quiso ver un enfrentamiento entre el animal y un elefante, que descontaba sería fatal y sangriento. La multitud reunida alrededor de la arena armada para tal brutal espectáculo sufrió una gran decepción cuando, ante el avance contundente de Ganda (nombre del animal en indio), el elefante rompió sus amarras y huyó despavorido por la ciudad.

Poco tiempo después el rey Manuel I decidió reforzar sus halagos hacia el Papa, a quien ya había enviado un elefante de regalo.

Era León X, un Médicis que no escatimó dinero para que Miguel Ángel pintara la Sixtina, Rafael gran cantidad de cuadros y la Basílica de San Pedro se elevara orgullosa bajo el cielo de Roma. Fue quien reforzó las arcas vendiendo perdones en el más allá, las famosas “indulgencias” que desencadenarían las 95 tesis de Lutero en 1517. Era poderoso y decidía sobre la distribución de las nuevas tierras descubiertas por la expansión europea en un mundo que -el viaje de Magallanes lo ratificaría- era redondo. Así que Ganda volvió a ser embarcado, pero esta vez como obsequio para el Pontífice, amarrado con “una cadena de fierro dorado”, un collar de terciopelo verde y engalanado con “rosas doradas encarnadas guarnecido de orlas".

La embarcación llegó a Marsella en enero de 1516 y el rinoceronte fue desembarcado para que lo pudiera ver Francisco I, rey de Francia, que estaba en el lugar, de regreso de Béthune, ciudad a cuya iglesia había ido a dar gracias por el reciente triunfo francés en la batalla de Marignano.

El Rey y la Reina lo observaron largamente, como se hace con las fieras, con lo raro, con lo otro. Luego lo volvieron a embarcar, rumbo a Roma, destino al que nunca llegó, pues una tormenta hizo zozobrar al barco en el Golfo de Génova y Ganda, aunque su especie se caracteriza por ser fantásticos nadadores, no pudo librarse de las pesadas cadenas que lo sujetaban a la cubierta.

Su cadáver fue devuelto a la orilla unos días más tarde. Lo desollaron y rellenaron de paja en Lisboa, enviándolo nuevamente a Roma, donde despertó menos interés. No era lo mismo verlo vivo, con su ferocidad intacta, que convertido en gigantesco muñeco rígido. Se presume que su cadáver desapareció durante el saqueo de Roma de 1527, cuando el poderoso Carlos V se enseñoreó con el Papado.

Un pintor moravo que vivía por entonces en Lisboa trazó un boceto y detalló rasgos anatómicos del animal, para enviarlos luego a Albert Durero, quien dibujó y realizó un grabado de Ganda sin haberlo visto jamás, pero logrando una de sus obras más difundidas y admiradas. Por décadas, con sus errores morfológicos pero con su fuerza y singularidad intactas, el mundo occidental creyó en la fidelidad (que no era tal) del grabado de Durero. Recién verían otro rinoceronte vivo en la corte de Felipe II, a fines del siglo XVI.

Alexandra Lucas Coelho asocia la historia del rinoceronte con la naturaleza avasalladora y compleja que entraña todo imperio, con la esclavitud, las formas de disponer del más débil, el afán de poderío, las ambiciones desbocadas. Elegante pero firme, levantó en alto una frase pegada a su celular, reclamando por Marielle Franco, la activista asesinada en Brasil hace un año. También ella, considerada lo raro, lo otro.

Animal-moraleja, si los hay, Ionesco lo utilizó en 1959, para hablar de los totalitarismos, por medio de una obra teatral de lo absurdo. En el debate televisivo sobre la reforma constitucional (de la dictadura) de 1980 se mencionó a los rinocerontes, como si a la obra se aludiera, pero todo el mundo escuchó “autoritarismo”.

No hay historia alguna que sea inocente.

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