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ÁlVARO AHUNCHAIN
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Del victimismo al “victimarismo”: algo huele a podrido en nuestras sociedades occidentales, tan caóticamente liberales y tan laberínticamente progres.

Vean el caso del humorista norteamericano Dave Chappelle, que este mes estrenó un nuevo especial en Netflix, The closer. Allí, desde su consabida reivindicación antirracista, arremete duramente contra las demandas de la comunidad LGBT.

Debo reconocer que no pude terminar de verlo: pasada media hora de un humor tan agresivo, insultante y desagradable, dije basta.

Lo que hace Chappelle es denunciar con dureza el racismo de su país, pero a la vez minimiza y se burla de los reclamos que hacen las personas discriminadas por su orientación sexual o identidad de género. Hay un pasaje de ese monólogo especialmente revelador: comenta que un afroamericano maltrata a un gay y que este se defiende “llamando a la policía”, lo que para Chappelle, equivale a que llegue prontamente un uniformado blanco a matar al hombre negro sin más trámite. Desde ese prejuicio, el humorista postula la idea de que las reivindicaciones de los homosexuales y transexuales son ridículas y quienes deberían ser escuchados son los negros.

El resultado de todo esto fue una movida contundente de la comunidad LGBT exigiendo a Netflix que baje al comediante de la plataforma y apelando a una cultura de la cancelación que en EE.UU. está rotundamente instalada.

Se trata de una suerte de ideología victimista que se ha instalado en distintos grupos de presión. Porque está muy bien combatir duramente las injusticias que se dan en la sociedad, matrizadas por décadas de prejuicios discriminatorios. Lo que está mal es pasarse para el otro lado y aplanar a quien no participa de sus demandas.

Es verdad que nuestras sociedades todavía deben avergonzarse de amparar a racistas y homófobos que ejercen violencia contra minorías raciales y sexuales, pero también lo es que contamos con legislaciones de avanzada que promueven la igualdad y el respeto a todos y cada uno, sin distinciones.

Sorprende y entristece que un humorista afroamericano simplifique la realidad de su país, postulando que basta con ser blanco y trabajar como policía para ser un asesino equiparable al energúmeno que mató a George Floyd. También sorprende y entristece que algunos colectivos basados en la orientación sexual exijan que se censure a un humorista en el ejercicio de su libertad de creación y expresión, por más estúpido que sea lo que él crea y expresa.

El victimismo en que se incurre cada vez con más frecuencia, trocando justas reivindicaciones por cruzadas moralizadoras contra la pluralidad de ideas, está convirtiéndose en “victimarismo”: las víctimas pasan a ser victimarios de otras víctimas.

El caso Chappelle pone de manifiesto el absurdo de que dos colectivos discriminados se enfrenten entre sí a ver quién merece más consideración. Es un proceso comparable al de esos nacionalismos atávicos de Europa Central, donde se mataban entre vecinos por el solo hecho de pertenecer a distintas etnias o religiones.

No vendría mal que Netflix programara alguno de aquellos clásicos de Chaplin, como Tiempos modernos, que mostraban cómo se puede derrotar la adversidad, también con amor y compasión.

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