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Viva la mediocracia

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En el programa televisivo “De La Mancha, Macondo y otros sitios”, que puede verse en teledoce.com, Jujy Fabini realiza entrevistas breves pero sustanciosas a destacados escritores uruguayos. Su más reciente edición cuenta con el protagonismo de Hugo Burel, quien además de hablar de su última novela, Montevideo Noir, realiza interesantes observaciones sobre la realidad cultural de hoy, que me parece pertinente citar: “Antes la gente leía en los ómnibus y ahora mira el celular o manda mensajes (…) La falta de lectura se traduce en un empobrecimiento brutal del idioma. (…) El discurso público maneja un vocabulario muy escaso a todo nivel. (…) La sobrevaloración del deporte, sobre todo del fútbol, es otro problema que tenemos. Es idolatrar a gente que puede jugar muy bien, pero que ocupa un lugar en el imaginario que debería ocupar un científico, por ejemplo, alguien que trabaje para mejorar a la Humanidad y no simplemente para hacer goles”. Las palabras de Burel podrán sonar a algunos com

En el programa televisivo “De La Mancha, Macondo y otros sitios”, que puede verse en teledoce.com, Jujy Fabini realiza entrevistas breves pero sustanciosas a destacados escritores uruguayos. Su más reciente edición cuenta con el protagonismo de Hugo Burel, quien además de hablar de su última novela, Montevideo Noir, realiza interesantes observaciones sobre la realidad cultural de hoy, que me parece pertinente citar: “Antes la gente leía en los ómnibus y ahora mira el celular o manda mensajes (…) La falta de lectura se traduce en un empobrecimiento brutal del idioma. (…) El discurso público maneja un vocabulario muy escaso a todo nivel. (…) La sobrevaloración del deporte, sobre todo del fútbol, es otro problema que tenemos. Es idolatrar a gente que puede jugar muy bien, pero que ocupa un lugar en el imaginario que debería ocupar un científico, por ejemplo, alguien que trabaje para mejorar a la Humanidad y no simplemente para hacer goles”. Las palabras de Burel podrán sonar a algunos como elitistas y desdeñosas de ciertos valores populares generalmente incuestionados. Y esa percepción estaría marcando el nivel de nuestra exultante mediocracia.

Estamos en un país en el que en muchas, demasiadas oportunidades, se utiliza públicamente la palabra “intelectual” con sentido despectivo. Si una película es calificada de intelectual, seguro que será aburrida y pretenciosa. Si un docente se limita a hablar de filosofía, literatura e historia del arte, seguro que será rechazado por ciertos estudiantes, que preferirán a un showman con nariz de payaso que les haga la clase entretenida. El viejo edificio de 18 de Julio y Yaguarón que antes albergó máquinas de escribir forjadoras de democracia, hoy las ha sustituido por maquinitas tragamonedas.

Tal vez incurra en una injusticia, pero casi no veo a intelectuales defendiendo el valor de la cultura académica, por encima del populacherismo a la moda. El último en batallar con pasión a favor del producto culto interno fue Carlos Maggi. Lenta e inexorablemente, nos vamos acostumbrando a todo: a promesas electorales incumplidas, a un sistema educativo promotor de inequidad, al éxito de programas de tv que chusmean sobre la vida privada y hasta a los templos de milagreros y charlatanes con acento abrasilerado, colmados de público.

Hoy son muchos quienes responsabilizan al expresidente Mujica de la degradación cultural. Lo que antes se celebraba en él como rasgos de autenticidad, ahora se empieza a reconocer en su verdadera capacidad de influencia. Sin embargo, habría que ir más atrás: indagar por qué fue votado por la mitad más uno de los uruguayos. Al demonizar a Mujica, opositores y arrepentidos parecen olvidar que los líderes no surgen por casualidad, sino que son quienes mejor expresan las aspiraciones, esperanzas y sueños de la gente. El expresidente es un producto creado a imagen y semejanza de la ciudadanía. Su filosofía de boliche es el reflejo preciso de la pereza intelectual, el vago idealismo irreflexivo, la obsesiva corrección política y los herrumbrados corsés ideológicos con que cargamos los uruguayos, paradójicamente herederos del país de Varela, Rodó, Vaz Ferreira y Real de Azúa.

Las causas de la decadencia pueden ser diversas. Tal vez la más importante sea la renuncia de los intelectuales a ocupar un rol conductor en la vida nacional, por ese prurito a la moda de que cualquier propuesta cultural es válida; ese complejo por mostrarse tan tolerantes e inclusivos, que terminan igualando la valoración de lo más elevado con lo más vulgar. El respeto a la diversidad les obliga a mostrarse neutrales, y al hacerlo, renuncian voluntariamente a cumplir su misión de influir en quienes han leído y reflexionado menos que ellos. Parece que se contagiaran de la asepsia informativa de Google, que enlista todo lo que se publica de un tema, sin discriminar lo valioso de lo estúpido.

En Uruguay son escasos los intelectuales que se la juegan de verdad, opinando y criticando más allá de filiaciones partidarias o compromisos de cuarta. Generalmente son periodistas, como Leonardo Haberkorn y Carlos Peláez, escritores como Carlos Rehermann y Aldo Mazzucchelli, o iracundos promotores de debates en las redes sociales, como el artista plástico Óscar Larroca. Difícilmente encontremos audacia crítica en el ámbito universitario: la única polémica que recuerdo haya tomado estado público es la de la torpe negativa a otorgar un Honoris Causa a Vargas Llosa.

Los discursos del rector de Universidad ORT, Jorge Grünberg, en las entregas de títulos de cada año, son una saludable excepción a esa regla. La declaración de Hugo Burel con que abrí esta columna va en el mismo sentido. Resulta prioritario, imprescindible, que a falta de un sistema educativo público eficiente, los intelectuales asuman su responsabilidad en la reconstrucción del tejido cultural que solía enorgullecer al país en épocas lejanas.

No estaría bueno dejar ese trabajo en manos de Marcelo Tinelli y las murgas compañeras.

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Álvaro Ahunchain

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