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Trolls al ataque

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Álvaro Ahunchain
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La teoría comunicacional de la aguja hipodérmica (o bala mágica) explica en parte la popularidad de los totalitarismos europeos de la primera mitad del siglo XX.

La estrategia a la que echaron mano tanto Hitler, como Mussolini, Franco y Stalin, partió de un control absoluto sobre los medios masivos de comunicación, a los que se proveyó de información falsa e intencionada.

Hay anécdotas sobrecogedoras al respecto, como la del documental en que los nazis mintieron sobre el tratamiento que recibían los judíos en los campos de concentración (se dice que unos prisioneros que eran mostrados sonrientes en una biblioteca, luego de ese rodaje marcharon a la cámara de gas) o la visión edulcorada que mostraba Stalin de la vida rural soviética, al mismo tiempo que condenaba a muerte por inanición a poblaciones enteras. Como los medios masivos eran pocos y de gran alcance, resultaba fácil manipular sus contenidos para tergiversar la realidad y con ello asegurarse una adhesión acrítica. Esa era la "aguja hipodérmica", un dispositivo de persuasión que inoculaba al cuerpo social, para influir poderosamente en su inacción contestataria.

Pero los tiempos han cambiado. La segmentación de los nuevos medios ha mellado aquellas agujas. Desde una pantalla de TV ya no es tan fácil edulcorar la realidad. En el extremo opuesto, la revolución de internet y en particular de las redes sociales, convierte a todos los espectadores en protagonistas. La imposición vertical de antaño se ha convertido en un debate múltiple, por momentos caótico, donde todos tenemos derecho a hacer oír nuestras ideas, quejas y reclamos.

Lo preocupante es comprobar que ese aparente beneficio para la expresión democrática ha devenido en un nuevo oscurantismo.

Porque como se ha estado denunciando en los últimos años, existen organizaciones que montan sistemas de manipulación informativa en redes como Facebook y Twitter, mediante la combinación de dos mecanismos: los trolls, personas rentadas que emiten mensajes maliciosos o difamatorios a través de múltiples identidades falsas, y los bots, perfiles creados electrónicamente solo para viralizar los mensajes de los primeros. De manera que la supuesta "popularidad en la red", muchas veces no es tal: hay "influencers" que compran bots al kilo, como si se tratara de seguidores reales, y hacen que sus comunicaciones obtengan cientos de miles de interacciones artificiales. Y los trolls inciden en la opinión pública a través del simple expediente de falsear la información o insultar masivamente a quien ose discrepar con la verdad hegemónica, para acallarlo.

Me llamó mucho la atención la hilera de tuits descalificatorios de los colegas y amigos que iniciaron un nuevo programa en la mañana de El Espectador. Usuarios de Twitter que en muchos casos no alcanzaban siquiera a los 10 seguidores, se despachaban con insultos y acusaciones conspirativas contra Christian Font, Franklin Rodríguez y Leonardo Haberkorn, y no faltaron quienes ironizaron con que ese grupo debía completarse con Gerardo Sotelo y Patricia Madrid, otros periodistas independientes condenados a la guillotina por cierto progrerío vernáculo. Hasta yo caí en la bolada, citado como "facho", "nefasto" y "un asco". Tanta coincidencia descalificatoria hace pensar más en una estrategia comunicacional que en una reacción espontánea. Se ve que la barra está nerviosa y puso a trabajar a sus trolls a todo vapor.

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