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Tío Oscar inclusivo

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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La verdad es que a ningún premio que se entregue a la creación artística hay que tomarlo demasiado en serio, porque no existen estándares a partir de los cuales una obra de arte pueda competir con otra y ser declarada mejor o peor.

De los que galardonan al cine, el Oscar se ha caracterizado siempre por ser más un instrumento de marketing que un auténtico reconocimiento al talento. En su sistema de votación multitudinaria (participan miles de socios de la Academia de Hollywood), podría verse un sesgo democrático de interés, si no fuera porque muchas veces ese criterio termina dando más ventaja a las superproducciones. Claro, son las que aseguran más fuentes de trabajo para los mismos electores…

Parece claro que Hollywood se viene alineando cada vez con más determinación al buenismo, sobre todo después de las polémicas por el Me too y por las premiaciones sin participación de afroamericanos.

Pero ahora batieron todas las marcas: acaban de anunciar con fanfarrias una especie de reglamento para estar en condiciones de competir por el Oscar a mejor película, a partir de 2024. Si un filme quiere acceder a ese galardón, deberá cumplir obligatoriamente por lo menos dos de cuatro requisitos: 1) como mínimo, un protagonista o un papel secundario importante deberá ser interpretado por un actor o actriz "de un grupo étnico o racial poco representado" (negros, latinos, asiáticos, nativos americanos, árabes, nativos de las islas del Pacífico, etc.). 2) Como mínimo, dos responsables de los rubros de producción y diseño (música, fotografía, casting, maquillaje, sonido, dirección, edición, etc.) deberán ser mujeres, integrantes de minorías raciales, del colectivo LGBT o personas con discapacidades cognitivas o físicas. 3) Que al menos el 30% del equipo técnico de la película sean mujeres, personas LGBT, pertenecientes a minorías, o que tengan alguna discapacidad física o cognitiva. 4) Que los estudios multipliquen la cantidad de altos ejecutivos de marketing, distribución y publicidad, pertenecientes a dichos grupos.

Como era de esperar, las medidas dividieron las aguas entre quienes perciben una bienvenida marcha atrás de una industria supuestamente comandada por “hombres blancos ricos y heterosexuales” y quienes abominan de cualquier discriminación positiva que coarte la libertad de creación.

Así son las cosas en la capital mundial del entretenimiento: nadie impone límite alguno para el rodaje de idioteces violentistas como “Rápido y furioso”, pero si a alguien se le ocurre producir una remake de “Gritos y susurros” de Ingmar Bergman, tendrá que ir pensando en un elenco multirracial para que no le bajen el pulgar. Es lo que tiene esta otra pandemia, la de la inclusionitis: garantizar una educación de calidad y una legislación acorde que den igualdad de oportunidades para todas las personas, sin importar su etnia, género o discapacidad, no parece tan urgente como imponer absurdos requisitos corporativos, que en lugar de igualar, terminan discriminando con más saña.

Uno ve este panorama y se pone nostálgico de aquel viejo y querido New American Cinema de los años 70, donde películas como Busco mi destino, Perdidos en la noche, Atrapado sin salida y Baile de ilusiones no se preocupaban tanto por halagar a las minorías con ínfimas cuotificaciones, sino que se concentraban en lo verdaderamente importante: formular vibrantes y poéticas requisitorias contra la injusticia.

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