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Tapada con arena

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En medio del estruendoso debate en torno a la interrupción de la construcción del Antel Arena, hay una noticia cultural que ha pasado prácticamente desapercibida. Según lo hizo saber su coordinadora general María José Santacreu en la Comisión de Educación y Cultura del Senado, Cinemateca Uruguaya está a punto de cerrar.

En medio del estruendoso debate en torno a la interrupción de la construcción del Antel Arena, hay una noticia cultural que ha pasado prácticamente desapercibida. Según lo hizo saber su coordinadora general María José Santacreu en la Comisión de Educación y Cultura del Senado, Cinemateca Uruguaya está a punto de cerrar.

Ya no es una posibilidad, como lo denunciara la Asociación de Críticos Cinematográficos en un comunicado emitido hace tres años. Ahora es cuestión de meses.

Como en otros temas graves que no han merecido la preocupación del gobierno (la venta del Cine Plaza a una secta de milagreros, la demolición del edificio de Assimakos, el incendio del Cilindro Municipal), en este tema vuelve a aparecer una curiosa coincidencia entre izquierdistas y liberales. Los primeros ven con mala cara que el patrimonio fílmico nacional sea custodiado por una institución de la sociedad civil. Preferirían que quedara en manos del Estado, aunque esto sería mucho más caro que invertir en una modesta subvención. Los segundos miden a Cinemateca con la misma vara que a cualquier actividad empresarial, como si preservar la historia audiovisual del país fuera equiparable a salvar demagógicamente una aerolínea fundida.

Lo único que recibe Cinemateca del estado es un subsidio anual de $ 200.000. Hace siete años percibió una partida única de 150.000 dólares, con una serie de exigencias de gestión que pretendían que se convirtiera en autosustentable, como si alguna institución cultural pública o privada lo fuera. La verdad es que no entendí entonces ni entiendo ahora, por qué tanto gobernantes de izquierda como opinantes liberales pretenden que Cinemateca se autofinancie, pero no le piden lo mismo a la Comedia Nacional, ni al Sodre, ni a las bibliotecas y museos municipales.

Cualquiera de esas instituciones quebraría si dependiera únicamente de la comercialización de sus servicios, por una razón más que obvia: sus productos culturales no persiguen rendimiento comercial; no se miden por la cantidad de gente que paga por recibirlos, sino por la calidad de su aporte a la sociedad. Pretender que la película nacional “El pequeño héroe del Arroyo de Oro”, dirigida por el uruguayo Carlos Alonso en 1929, venda tantas entradas como el último éxito de Hollywood, como condición para que pueda ser preservada, es en el mejor de los casos, estúpido. Y hay quienes creen -lo he leído durante estos días en las redes sociales- que lo que no tiene valor comercial no es más que un hobby con el que algunos snobs pretendemos cargar al contribuyente. Si así fuera, podríamos seguir dinamitando obras que no generan utilidades sino solamente gastos, como el Museo Blanes, el Archivo de la Palabra del Sodre o los manuscritos de Delmira Agustini que atesora la Biblioteca Nacional. Esto no es tan inimaginable como parece: después de todo fue lo que hicieron con el deterioro y posterior voladura del Cilindro, una creación de Leonel Viera que inspiró a los constructores del Madison Square Garden y que en su fachada exhibía obras murales de destacados artistas uruguayos contemporáneos.

En lo operativo, todo puede ser discutido. Pero en cualquier caso, el apoyo estatal no es un abuso sino una necesidad, como ocurre en todos los países del mundo que defienden su patrimonio cultural. Es solo cuestión de entender dónde están las prioridades presupuestales: invertir donde es importante, en lugar de gastar a favor del que grita más fuerte.

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Álvaro Ahunchain

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