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Síndrome Sendic

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Álvaro Ahunchain
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Gracias a esas dos periodistas siempre felizmente desequilibrantes, que son Patricia Madrid y Viviana Ruggiero, nos enteramos de que tres ministerios destinan abultadas sumas de sus respectivos presupuestos a pagar la educación privada de los hijos de sus funcionarios.

Con ese fin, el MEC está gastando más de 23 millones de pesos en 2018 y 2019. Consultada por las periodistas, la subsecretaria de esa cartera desconocía el beneficio. Luego vino la revelación de que los ministerios de Turismo y Transporte y Obras Públicas hacen lo mismo: con un gasto de más de un millón de pesos en un caso y de 25 millones en el otro.

Una curiosidad: aparecen dos nombres de colegios que son los que ganan reiteradamente las licitaciones. En un momento en que la mayoría de los centros educativos privados sufre los embates de la caída de las inscripciones, (debido a que las familias de clase media tienen que optar entre pagar educación de calidad para sus hijos o impuestos y tarifas públicas, y no tienen más remedio que decidirse por lo segundo), esos dos colegios privados hacen su agosto con plata segura del Estado, un Estado que paga no para cumplir con su rol de principal inversor en educación, sino para mimar a un puñado de sus propios burócratas.

También nos enteramos por la prensa que el MEF compró el museo Gurvich por casi tres millones de dólares, y a quien se atreve a cuestionarlo, el gobierno lo tilda de ignorante. Es compartible que se resuelva adquirir la obra artística de uno de nuestros grandes pintores, como forma de proteger su acervo. ¿Pero qué sentido tiene empaquetarlo además con una operación inmobiliaria, cuando lo que sobra al Estado son propiedades en desuso?

Todas estas historias tienen algo en común: la escasa o nula probidad de las autoridades en el manejo de los recursos. Una enfermedad que podríamos bautizar como el síndrome Sendic y que tiene que ver con dos factores: la compulsión al gasto, estilo niño en juguetería, como si el dinero de todos fuera para hacerse sus propios gustos, y la propensión a fungir de generosos con plata ajena.

En un Estado serio, los administradores asumen el compromiso de demostrar en forma fehaciente que cada peso del contribuyente que invierten tendrá una utilidad social real, no será para quedar bien con los amigos y subordinados sino para favorecer el interés general. La verdad es que me da un poco de vergüenza aclarar semejante obviedad, pero estamos en tiempos en que lo obvio no se ve o no se quiere ver.

Son tiempos de regasificadora, de Antel Arena, de velitas prendidas al socialismo que financian empresas fundidas. Tiempos en que las grandes obras se definen, no en función de su conveniencia para los ciudadanos, sino pura y exclusivamente en beneficio de las carreras electorales de sus impulsores. Soy de los que creen con absoluta sinceridad y objetividad que el ciclo del FA está agotado, por esta manera burda como manejan a su antojo los recursos públicos. Esto no significa que tenga perdidas las próximas elecciones: su aparato electoral y manejo de la comunicación será un Goliath difícil de vencer. Por eso, no estoy tan seguro de que el año que viene se imponga el cambio.

Lo que sí pienso es que si gana la oposición, tendrá no solo la oportunidad, sino la obligación de torcer ese rumbo al desastre. Porque a los ciudadanos de a pie ya no nos basta con reclamar austeridad y transparencia: las estamos pidiendo a gritos.

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